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La Iglesia y el orden moral
Ensayo publicado en 1976 en "L'Osservatore Romano"

Presentación de la Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunas cuestiones de ética sexual "Persona Humana"
[i]
P. Carlo Caffarra
Miembro de la Comisión Teológica Internacional

[ ]

[En el apartado Notas al pie de pàgina se insertan las citas y traducciones en español de los textos que se citan en latín en el documento]

Aunque está dedicada a "algunas cuestiones de ética sexual," la Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe aborda, como no podría ser de otra manera, problemas fundamentales de la reflexión ética, especialmente en los números 1-4 y 10. El propósito de este estudio es ofrecer una reflexión teológica sobre estos problemas de fondo a partir de los números mencionados de la Declaración.

En nuestra opinión, la problemática ética que preocupa a la conciencia del hombre contemporáneo ha descendido ahora hasta la raíz y la fuente primigenia de toda cuestión moral. Por ello, es necesario, a modo de introducción, identificar con rigurosa precisión este nudo problemático fundamental que el Magisterio de la Iglesia ha intentado desatar.

Es en la determinación última del ser, respecto a una conciencia no creadora como la humana, donde se puede inscribir claramente el núcleo esencial de la problemática: o el ser procede de la conciencia, de manera que coincide con la "presencia" en (o para) la conciencia, o bien la conciencia procede del ser. Esta alternativa es tan radical que no admite un tertium quid (tercer término), y toda reflexión que intente buscarlo solo puede generar confusión. Sobre el trasfondo y la base de esta determinación fundamental y alternativa radical sobre el significado del ser, se inscribe la determinación fundamental y la alternativa radical del significado del bien y por tanto, de la naturaleza de la moralidad. La diferencia esencial es la que existe entre la tesis de su simple idealidad: o la conciencia procede del bien y es conciencia del bien, o bien el bien procede de la conciencia y es el bien de la conciencia. Nunca el hombre en su historia centenaria se había enfrentado tan claramente frente a la alternativa esencial dentro de la cual debe decidirse su destino eterno.

De este nodo central surgen y se desentrañan todas las líneas que configuran la trama del debate ético contemporáneo.

En primer lugar, como se ha mencionado, el primer problema es el de la determinación última del destino del hombre: ¿el eje central de su existencia temporal es su relación con la Trascendencia, es decir, con Dios, o debe volcarse en su relación con el mundo de la naturaleza y de la historia, en una especie de trascendencia inmanente? En segundo lugar, surge, en consecuencia, el problema de la determinación última de la libertad humana: ¿debe concebirse la libertad como el poder de reconocimiento (o de rechazo) del Bien y de las normas objetivas que se derivan de él, o como poder de constitución del bien mismo y, por ende, de hacerse autónomo (la concepción individualista o socialista, es secundaria aquí) del sujeto, que excluye cualquier tipo de dependencia de la ley, de la autoridad o de principios que no coincidan con el carácter absoluto del propio sujeto? En tercer lugar, se plantea entonces, el problema de la determinación última del mal en el hombre: ¿debe concebirse el mal como un rechazo directo y formal de Dios o bien de las elecciones que rompen las normas objetivas que de él se derivan, o como un momento dialécticamente necesario en el desarrollo autónomo del sujeto?

La Iglesia, en una situación semejante, no podía permanecer en silencio; es a ella a quien Cristo le ha confiado el cuidado de la salvación última del hombre, especialmente de los más pobres y débiles, aturdidos por tanta confusión. En efecto, " De ahí ha resultado que doctrinas, criterios morales y maneras de vivir conservados hasta ahora fielmente han sufrido en algunos años una fuerte sacudida aun entre los cristianos, y son hoy numerosos los que, ante tantas opiniones contrarias a la doctrina que han recibido de la Iglesia, llegan a preguntarse qué es lo que deben considerar todavía como verdadero. " (n. 1)[ii].

La Declaración es una expresión de este cuidado pastoral de la Iglesia, cuyo Magisterio, en virtud de la misión recibida de Cristo, tiene la intención de iluminar de forma fidedigna las conciencias, en continuidad con todo el Magisterio precedente.

Veamos, entonces, cómo se articula su discurso en torno a estos tres puntos clave de la problemática ética contemporánea.

1. El principio de la creación: la trascendencia metafísica

El punto de partida fundamental al que se refieren continuamente los números 3-4 es la verdad cristiana de la creación, que fundamenta la trascendencia en un primer nivel o plano, el de orden metafísico: ¡Dios es Dios y el hombre es criatura! Veamos cómo, en virtud de esta verdad de fe, se determina finalmente el destino del hombre y el concepto de su libertad como poder de reconocimiento (o rechazo) del Bien Absoluto y de las normas objetivas que de él se derivan, siguiendo las indicaciones de la Declaración.

Dios, según la fe cristiana, ha creado el mundo y al hombre en él, conscientemente y libremente (cf. DS. 1333, 3002, 3025) y, en virtud de este gesto creativo, el hombre posee un significado y una vocación. En realidad, decir "posee" es quedarse corto, por cuanto que el significado en cuestión no se añade al ser humano ya constituido, sino que es ese mismo ser en cuanto ser participado, que es libremente creado. Este principio de la creación es de importancia decisiva para el discurso ético cristiano, ya que aquí se tiene la determinación última del concepto de bien. Bien, de hecho, y todavía en un sentido formal, es aquello hacia lo cual el hombre tiende como a su realización plena, como aquello de cuya posesión le confiere la plenitud de su ser. Ahora bien, si el hombre careciera de una finalidad inscrita en su propio ser, pero esta debiera ser radicalmente inventada y decidida por su libertad, entonces cualquier elección sería buena o mala según el arbitrio humano. Si, por el contrario, el hombre, en virtud del libre acto creador de Dios, posee en su propio ser una finalidad inscrita —puesto que Dios no puede actuar sino en vistas de un fin que no puede ser otro que Él mismo—, entonces el ser del hombre es un ser esencialmente-significado, luego el Bien último del hombre es Dios mismo, y aquello hacia lo cual naturalmente tiende el hombre como a valores humanos, constituye la norma objetiva para alcanzar su Fin. Por ello, la libertad no deberá concebirse primariamente como libertas indifferentiae o posibilidad de todas las posibilidades, sino como llamada a realizar un sentido que no se da a sí misma, sino que recibe en la obediencia. En un pasaje muy denso, Santo Tomás escribe:

"cum omnia naturalia naturali quadam inclinatione sint inclinata in fines suos a primo motore qui est Deus oportet quod illud in quod unumquodque naturaliter inclinatur sit id quod est volitum vel intentum a Deo. Deus autem cum non habeat alium suae voluntatis finem nisi seipsum et ipse est ipsa essentia bonitatis, oportet quod omnia alia sint inclinata naturaliter in bonum” (De Veritate, q. 22, a 1c).

Naturalmente, subraya Santo Tomás, porque la libre voluntad creadora de Dios no se superpone a algo que ya existe y está ya determinado, como la voluntad del arquero se superpone a la flecha ya existente y la lanza, sino que está en la raíz del ser del hombre, y por ello el Santo Doctor añade: "ratione inditi principii dicuntur omnia appetere bonum”[iii]

Puesto que el hombre es creado a imagen de Dios en cuanto es libre (cf. S. Th. I, II, prol.), se deduce que a la libertad se le confía la realización de este significado radical. La conjunción de estas dos verdades —finalidad intrínseca del hombre hacia Dios en virtud de Su acto creador y libertad del hombre— constituye y define el concepto de obligación ética propia del hombre. Nuevamente, Santo Tomás expresa todo esto con el máximo rigor conceptual: "Ex hoc autem apparet quod necessarium fuit homini divinitus leges dari. Sicut enim actus irrationalium creaturarum diriguntur a Deo ea ratione qua ad speciem pertinet, ita actus hominum diriguntur a Deo secundum quod ad individuum pertinent, ut ostensum est (cap. pr.). Sed actus creaturarum irrationalium, prout ad speciem pertinent diriguntur a Deo quadam naturali inclinatione quae naturam specie consequitur. Ergo supra hoc dandum est aliquid hominibus quo in suis personalibus actibus dirigantur. Et hoc dicimus legem.

Adhuc. Rationalis creatura, ut dictum est (ibid.), sic divinae providentiae subditur quod etiam similitudinem quamdam divinae providentiae participat, inquantum se in suis actibus et alia gubernare potest. Id autem quo aliquorum actus gubernantur dicitur lex. Conveniens igitur fuit hominibus a Deo legem dari…

Amplius. Cum lex nihil aliud sit quam ratio operis, cuiuslibet autem operis ratio a fine sumitur, ab eo unusquisque legis capax suscipit legem a quo ad finem perducitur… Sed creatura rationalis finem suum ultimum in Deo et a Deo consequitur… Fuit igitur conveniens a Deo legem hominibus dari. Hinc est quod dicitur. Ier. 31, 33: Dabo legem meam in visceribus eorum et Oseae 8, 12: Scibam eis multiplices leges meas" (C. Gentes Lib. III, cap. CXIV).

Y por eso, con toda justicia, la Declaración inicia su discurso de esta manera: "Los hombres de nuestro tiempo están cada vez más persuadidos de que la dignidad y la vocación humanas piden que, a la luz de su inteligencia, ellos descubran los bienes y potencialidades inscritos en la propia naturaleza, que los desarrollen sin cesar y que los realicen en su vida para un progreso cada vez mayor.

Pero en sus juicios morales el hombre no puede proceder según su arbitrio personal: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley, que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer [...] Tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente" (n. 3)[iv].

Sobre esta base, nuestra reflexión exige, entonces, continuarse y completarse de manera coherente. Puesto que el hombre es una realidad ontológicamente finalizada en cuanto ha sido creado libremente por Dios y lleva inscrita en sí una vocación, los elementos constitutivos y las relaciones esenciales de toda persona humana se convierten para la libertad humana en valores que se imponen a la propia libertad como valores que deben realizarse y desarrollarse (facienda). Valores en plural, dado que el hombre es una realidad compleja. Aquí tenemos, una vez más, un ejemplo del admirable equilibrio del discurso cristiano, que rechaza tanto una visión fisicista[v] o cosmicista[vi] de la ley natural como una concepción de la libertad humana como pura posibilidad de todas las posibilidades. En efecto, no es la naturaleza humana como tal la que se impone al hombre (la concepción de una moral natural etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera) ha fracasado miserablemente), sino en cuanto es expresión del proyecto creativo de Dios (y este es el concepto clásico de la ley natural, una participación formal, es decir, consciente, en la ley eterna de Dios); y, por otra parte, la libertad humana no es como tal el prius ontológico (Urseyn, Schelling en Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, Werk Abt. I, Bd. 7, p. 370), sino que sus decisiones se realizan ante una distinción absoluta que las precede y las juzga, de verdadero y falso, de bien y mal. Por lo tanto, de manera coherente, la Declaración continúa: " No puede haber, por consiguiente, verdadera promoción de la dignidad del hombre si no se respeta el orden esencial de su naturaleza. Es cierto que en la historia de la civilización han cambiado, y todavía cambiarán, muchas condiciones concretas y muchas necesidades de la vida humana; pero toda evolución de las costumbres y todo género de vida deben ser mantenidos en los límites que imponen los principios inmutables fundados sobre los elementos constitutivos y sobre las relaciones esenciales de toda persona humana; estos elementos y relaciones trascienden las contingencias históricas" (ibid.).

Cuando entra en crisis el principio de la creación y con él, la trascendencia metafísica, inevitablemente también se oscurece el verdadero concepto de obligación ética, así como el consiguiente concepto de normas morales objetivas, inmutables y universales, se vuelve incomprensible. De hecho, en la medida en que el hombre niega su ser creado por Dios (y la crisis comienza con el nominalismo para completarse en la especulación hegeliana), se produce un cambio radical en la dirección de la existencia, ya que esta ya no se concibe como una "llamada de y a Dios", es decir, como obediencia, sino como autonomía absoluta. Y en este contexto ya no pueden existir valores que se impongan a la libertad, sino que es bueno aquello que la propia libertad constituye como tal. Hablar de "ley natural" y "normas objetivas, absolutas e inmutables" es, fuera de la perspectiva creacionista, incomprensible, ya que no puede sino sonar como una reducción del hombre a pura "physis"; hablar de "objetividad" se vuelve imposible en el momento en que la negación de la trascendencia metafísica ha llevado, lógicamente, a hacer coincidir el ser con la presencia en (y para) la conciencia, al igual que la característica de lo que es absoluto, en cuanto, como Hegel lo expuso magistralmente en la breve Einleitung (Introducción) a la Fenomenología del Espíritu, la conciencia es, en sí misma, su propio concepto; se da a sí misma su medida, y su propio movimiento y realización son su prueba de verdad. En el ya citado escrito, Schelling expresa muy bien este desplazamiento radical del eje de la vida espiritual del hombre (Wendepunkt): "Es gibt in der letzten und höchsten Instanz gar kein anderes Seyn als Wollen. Wollen ist Urseyn, und auf dieses passen alle Prädikate desselben: Grundlosigkeit, Ewigkeit, Unabhängigkeit von der Zeit, Selbstbejahung."[vii]

Y ya S. Kierkegaard había observado que, en este contexto, seguir hablando de cosas como el deber moral y similares no era más serio que los golpes que Sancho Panza se daba a sí mismo (cf. Diario, 1850, X2 A 396).

En este punto, el diálogo entre teólogos se vuelve sumamente serio. De hecho, la inteligencia humana y teológica tiene sus derechos de coherencia: ¿cómo es posible aceptar del pensamiento moderno la negación de una ley natural con normas objetivas, absolutas e inmutables para salvar, según se dice, la historicidad del hombre, sin darse cuenta suficientemente que la afirmación de tales normas es consecuencia del principio de la creación, así como su negación resulta de la negación de la trascendencia metafísica? Intentar elaborar un tertium quid en un esfuerzo por unir en una sola unidad las dos perspectivas opuestas no puede ser más que un tertium confusionis.

A pesar de las apariencias, solo el principio de la creación y la trascendencia metafísica salvan plenamente la historicidad del hombre sin caer en la contradicción y en la herejía (la negación de la creación) de identificar el ser con el puro devenir. De hecho, la tarea de la libertad humana es realizar una misión sin fin, llamada, en virtud del acto creativo, a participar (a amar y, si se quiere, a imitar) la infinita Realidad divina de la cual el hombre está llamado a ser imagen. El reditus in Deum se realiza como un movimiento ascensional y no como una repetición mimética. Pensar, por lo tanto, que el principio de la creación y la consecuente afirmación de normas morales objetivas, absolutas e inmutables sea negador de la historia es no pensar en absoluto, sino quedarse en las apariencias, ya que el pensamiento dice exactamente lo contrario. La negación de la historia ocurre, en cambio, en una perspectiva no creacionista, en cuanto que, en este caso, la historia no podrá concebirse más que como puro experimentar o como desarrollo necesario. La tentativa hegeliana y luego marxista de pensar la historia fuera del principio de la creación ha terminado en la negación de la propia historia y de la libertad del hombre.

2. El principio cristológico: la trascendencia histórica

Es una verdad afirmada explícitamente en el Nuevo Testamento que la creación ocurrió en y por Cristo (cf. Juan 1,5; Col. 1,16-17; Heb. 1,2-3), de modo que la Declaración, en el ya citado y fundamental n. 3, afirma: “Además, a nosotros los cristianos, Dios nos ha hecho conocer, por su revelación, su designio de salvación; nos ha propuesto a Jesucristo, Salvador y Santificador, como la ley suprema e inmutable de la vida, mediante la enseñanza y los ejemplos de quien dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida»

Aquí encontramos la trascendencia teológica, la trascendencia elevada a la segunda potencia, podríamos decir: Dios en el tiempo y el segundo momento esencial del discurso ético cristiano.

Desde el punto de vista ético, como afirma la Declaración, Cristo es la revelación objetiva, inmutable y definitiva del proyecto de Dios; es la Ley del cristiano. Es el gran tema neotestamentario de la “sequela Christi” (imitación de Cristo).

También en el debate teológico contemporáneo, así como la asunción insuficientemente crítica de la categoría de historicidad ha puesto a menudo en crisis la trascendencia metafísica, esta misma asunción ha terminado muchas veces y de manera coherente por poner en crisis también la trascendencia histórica, reduciendo de manera indebida la objetividad y definitividad del Evento Cristo. De hecho, la Declaración continúa: “Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen en gran número que, para servir de regla a las acciones particulares, no se puede encontrar ni en la naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que llamamos normas de la ley natural o preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino formas de una cultura particular, expresadas en un momento determinado de la historia” (n. 4).

Este es uno de los problemas más graves de la actualidad y merece una atenta consideración. A este respecto, más que entrar en la discusión de problemas individuales, nos parece más importante y más conforme con el propósito de este estudio reconsiderar la Estructura teológica de esta trascendencia elevada a la segunda potencia, como la hemos llamado.

La conexión fundamental y la inserción en la historia humana de la Revelación de Dios en Cristo fueron realizadas por la predicación apostólica, ya que los apóstoles estuvieron en contacto con el Padre, hecho visible en Cristo. Por eso, su predicación sigue siendo el testimonio absolutamente insuperable de la Verdad y de la Ley de Cristo, y nadie puede sustituirlos sin destruir la Revelación (cf. S. Ireneo, Ad. Haer. III, 15, 2). Ellos cumplieron su misión cuando, " en la predicación oral comunicaron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como por aquellos Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu, escribieron el mensaje de la salvación" (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum n. 7)[viii]. Es esta predicación apostólica, "que se expresa de modo especial en los libros inspirados" (ibid. n. 8), es la norma de fe y vida para el cristiano. Por lo tanto, esta predicación es depositada en la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo, la acoge, la hace suya mediante la meditación, la comprensión y la vivencia, desarrollando así todas sus riquezas infinitas. De esta forma, también se continúa el "tradidit semetipsum" de Cristo, quien es el "traditum" de la "traditio apostólica". La Iglesia, en la acogida de esto, encuentra en María su "typus" (cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium n. 63)[ix] ya que no elabora autónomamente proyectos de vida, sino que toda su existencia es un consentimiento a la palabra de Dios que le es transmitida por la predicación apostólica.

La trascendencia a la segunda potencia se muestra ahora en su estructura. Consiste fundamentalmente en el mismo Misterio del Verbo Encarnado, quien "invisibilis in suis, visibilis factus est in nostris; incomprehensibilis voluit comprehendi; ante tempora manens, esse coepit ex tempore; universitatis Dominus servilem formam, obumbrata maiestatis suae dignitate, suscepit; impassibilis Deus non dedignatus est homo esse passibilis et immortalis mortis legi subiacere" (S. Leone Magno, in Nativitate Domini sermo II, 2; ed. SC 22, p. 78)[x].

Por eso, esta trascendencia se continúa en el hecho de que, dentro del tiempo, la Verdad y la Ley misma de Dios están depositadas (depositum fidei) para siempre; es negada cuando se reduce la predicación apostólica y su continuidad en el Magisterio a un mero evento histórico.

La permanencia del de-positum apostólico en la Iglesia que lo vive está asegurada por la sucesión apostólica, a la cual se le ha confiado la tarea de interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita o transmitida.

Y así, este último elemento de la trascendencia en la historia completa su estructura, de modo que la Verdad y la Ley de Cristo son otorgadas al hombre a través de una "constelación" de tres dimensiones inseparablemente unidas entre sí: Sagrada Escritura - Tradición - Magisterio. Pensar que se puede alcanzar la Revelación de Dios en Cristo transmitida por los Apóstoles por otra vía distinta a la indicada por esta constelación es emprender un camino equivocado (cf. S. Ireneo, Adv. Haer. IV, 26, 2).

¿Cuál es la relevancia de esta estructura en relación con el discurso ético cristiano? Puede entenderse tanto en forma negativa como en forma positiva.

Positivamente, la conciencia y la libertad del creyente encuentran en Cristo, tal como ha sido anunciado por la predicación apostólica transmitida a través de la Sagrada Escritura - Tradición - Magisterio, su norma de vida. La trascendencia metafísica encuentra una realización sobrenatural en la trascendencia histórica, y la libertad, que debe entenderse como la capacidad de reconocer y no de constituir el Bien y las normas objetivas que de ello se derivan, se realiza sobrenaturalmente como reconocimiento y consentimiento a la Ley de Cristo señalada por la constelación de Sagrada Escritura - Tradición - Magisterio. Además, dado que Cristo completa todo el orden de la creación y el creyente es llamado a vivir en Cristo dentro de ese orden, esperando la bienaventurada esperanza y la venida del Señor, aquellos a quienes se les ha confiado la tarea de interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita o transmitida, tienen también la tarea de interpretar auténticamente los principios del orden moral que, como se mencionaba, emanan de la misma naturaleza humana en cuanto creada. Desde un punto de vista teológico, por tanto, el problema de la existencia o no de normas naturales o reveladas no meramente formales y con valor absoluto e inmutable se identifica con el problema de su afirmación dentro del de-positum apostólico transmitido por la Sagrada Escritura - Tradición - Magisterio. Por eso, de manera muy apropiada, la Declaración concluye el n. 4 diciendo: "Además, Cristo ha instituido su Iglesia como «columna y fundamento de la verdad». Con la asistencia del Espíritu Santo, ella conserva sin cesar y transmite sin error las verdades del orden moral e interpreta auténticamente no sólo la ley positiva revelada, sino también «los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» y que afectan al pleno desarrollo y santificación del hombre. Es un hecho que la Iglesia, a lo largo de toda su historia, ha atribuido constantemente a un cierto número de preceptos de la ley natural valor absoluto e inmutable, y ha considerado que la transgresión de los mismos, se opone a la doctrina y al espíritu del Evangelio."

Negativamente, la trascendencia histórica deja de ejercer su relevancia cuando la libertad y la decisión del cristiano se piensan por fuera de su estructura completa. Esto ocurre tanto cuando se niega o se oscurece la trascendencia metafísica, como cuando se introduce en el pensamiento cristiano el fenómeno de la "hetero-interpretación" del Dato Revelado. Esto último consiste en la adopción de un criterio hermenéutico normativo distinto al establecido por Cristo, es decir, el Magisterio, al cual corresponde exclusivamente la interpretación auténtica y, por lo tanto, normativa; o bien recurriendo a revelaciones recibidas por otras vías distintas a la predicación de los apóstoles, continuada por sus legítimos sucesores, o apelando a comprensiones humanas (como por ejemplo, en la moral, al marxismo o al freudismo) considerándolas como el criterio último de verdad. El fenómeno de la hetero-interpretación tiene dos consecuencias: por un lado, rechaza la predicación apostólica como norma insuperable de la fe, y por otro, rechaza la sucesión apostólica y el ministerio episcopal y primacial como el lugar donde siempre resuena el testimonio y la predicación apostólica, considerando su predicación simplemente como una expresión de una cultura particular en un determinado momento histórico, sin valor normativo alguno. Este fenómeno se basa en un error formidable, ya que constituye la negación total del cristianismo: la negación de la existencia de la Trascendencia dentro de la historia (misterio de la Encarnación), puesto que la única trascendencia se hace consistir, desde el punto de vista moral, en normas puramente formales que, aunque presentes en la Revelación, se reducen completamente a la espontaneidad del sujeto y, por lo tanto, son inmanentes. La mordaz observación de Kierkegaard vuelve a la mente: también entonces se puede seguir hablando de Trascendencia en la historia, de la Ley de Dios revelada en Cristo, pero el asunto ha perdido toda seriedad.

Teniendo en cuenta lo que se mencionaba en el primer punto de este estudio, nos permitimos expresar nuestra convicción: toda la actual confusión en la teología moral depende, tal vez, de haber confundido o identificado el concepto clásico de trascendencia con el trascendental kantiano y post-kantiano, que termina inevitablemente afirmando la primacía de la subjetividad sobre la objetividad y sobre la trascendencia tanto en su primera como en su segunda potencia.

3. El principio pneumatológico: la libertad cristiana

La característica fundamental de la Nueva Alianza, como ya había sido anunciada por los profetas (cf. Jer. 32, 38-40; Ez. 11, 19-20; 36, 26-29), consiste en el don del Espíritu dado a cada creyente (cf. Hech. 2, 14-21): esta afirmación es el tercer momento fundamental del discurso ético cristiano.

En virtud de este don, el creyente llega a disfrutar de la libertad perfecta (cf. Gál. 4, 1-7; 28-31; Rom. 8) en cuanto el Espíritu es el principio interior y último de la acción cristiana.

Este tema neotestamentario constituye, en su unidad con el principio de la creación y el principio cristológico, el último momento para la determinación de la libertad.

Primero, es necesario tener en cuenta que, para el Nuevo Testamento, el Espíritu es el Espíritu de Cristo, en cuanto que Él nos viene donado por el Señor y nos introduce cada vez más profundamente en la comprensión de Su Revelación. Es totalmente ajena al Nuevo Testamento la idea de una guía del Espíritu que conduzca al creyente fuera o en contra de la Revelación de Dios en Cristo; más bien, el Espíritu se presenta siempre como el principio interior que, liberándonos de nuestro corazón de piedra, nos ayuda e impulsa a vivir según y en Cristo. En consecuencia de esto, la Verdad y la Ley de Dios en Cristo no se colocan solo en el exterior (en tablas de piedra), sino también en el interior del hombre (escritas en el corazón): esa misma Revelación que objetivamente sucede en Cristo y que es transmitida por la predicación apostólica, fielmente conservada por la Sagrada Escritura – Tradición - Magisterio (según el modo propio de cada de estas realidades), viene subjetivamente comprendida, acogida y vivida gracias al Espíritu dado al creyente. Esta es la distinción-relación clásica (no identidad, no separación) entre fides quae y fides qua.

Desde el punto de vista ético, este dato neotestamentario tiene una importancia decisiva. La liberación de la ley, que es uno de los efectos fundamentales del Espíritu, no debe entenderse como el poder de hacer arbitrariamente lo que se quiere, sino de hacer lo que se quiere haciendo lo que se debe: esta aclaración ya fue dada explícitamente en el Nuevo Testamento. Con su rigor y claridad habituales, Santo Tomás escribe al respecto: "…amicitiae proprium est consentire amico in his quae vult. Voluntas autem Dei nobis per praecepta ipsius explicatur. Pertinet igitur ad amore quo Deum diligimus ut eius mandata impleamus secundum illud Ioan. 14, 15: si diligitis me, mandata mea servate. Unde cum per Spiritum Sanctum Dei amatores constituamur, per ipsum etiam quadammodo agimur ut praecepta Dei impleamus… Cum igitur Spiritus Sanctus per amorem voluntatem inclinet in verum bonum, in quod naturaliter ordinatur, tollit et servitutem qua homo servus passionis et peccati effectus, contra ordinem voluntatis agit, et servitutem qua, contra motum suae voluntatis, secundum legem agit, quasi legis servus, non amicus" (C. Gentes, Lib. IV, cap. XXII) .

Es por esto, como enseña San Pablo, que las obras de la ley se convierten en el creyente en fruto del Espíritu. Apelar al Espíritu para proponer una ética carente de cualquier norma objetiva y absoluta es simplemente situarse fuera de la fe.

En este punto, entonces, podemos intentar la determinación teológica esencial de la libertad humana y cristiana tanto en modo positivo como negativo, ya que en la conciencia del hombre de hoy se enfrentan dos concepciones y experiencias radicalmente opuestas de la libertad.

Radicalmente, la libertad debe concebirse y vivirse, sobre la base de la trascendencia metafísica, como poder de reconocimiento (o de rechazo) del Bien y de las normas objetivas que de él derivan, y no como poder de constitución del Bien mismo y de las normas. La escolástica formalista, por lo tanto, se equivocó al definir la libertad primariamente como libertas indifferentiae: error a partir del cual el pensamiento moderno llegó a la definición de la libertad como prius ontológico (Urseyn). Es el error de la primacía de la subjetividad, es decir, de la conciencia individual sobre la objetividad y sobre la necesidad y escala metafísica de los valores, el error que ha llevado a la unificación (identidad dialéctica) de la verdad y la libertad. El olvido del fundamento en la esfera del ser implica inevitablemente el olvido del fundamento último de la acción, con la consecuente imposibilidad para el hombre, a pesar de las apariencias, de constituirse verdaderamente como sujeto libre. Las inquietantes experiencias históricas y políticas de este siglo confirman trágicamente esta consecuencia inevitable.

Para el cristiano, esta primera determinación de la libertad está llamada a realizarse históricamente como decisión de aceptar (o rechazar) la "paradoja" de la trascendencia a la segunda potencia en su máxima expresión: Dios en el tiempo, Cristo que se presenta como norma absoluta y última, transmitida y anunciada por la Iglesia, que se reúne en torno a la predicación apostólica siempre fielmente conservada y expuesta a través del Magisterio de los legítimos sucesores de los Apóstoles. La decisión, por tanto, tiene por objeto a Cristo - norma última de vida, que nos es anunciada por la autoridad apostólica continuada en la sucesión - y por lo tanto, la aceptación o rechazo de esta categoría de "autoridad", discrimina entre la auténtica subjetividad de la falsa, en cuanto asegura plenamente el primado del Objeto Inmenso, Dios revelado en Cristo, frente a cualquier intento de someterlo a las interpretaciones y decisiones del sujeto. Ya Pablo, en la carta a los Gálatas, advertía a los cristianos de no invocar la libertad del Espíritu en contra de la autoridad apostólica.

El Espíritu capacita al hombre para esta decisión, y así, con y en el don de Él, nace en sentido pleno, el hombre como sujeto, es decir, como libre con una libertad plena. Es, por lo tanto, una libertad cristiana, en cuanto que es una participación en la misma libertad de Cristo, como sobretodo lo contempla el cuarto evangelista: perfecta unidad de obediencia al Padre y de subjetividad. Es una libertad que la Iglesia contempla realizada en María: completamente libre porque es una disponibilidad infinita para el Infinito. Es una libertad eclesial: liberación de la subjetividad encerrada en el círculo de la inmanencia, apertura al con-sentimiento eclesial (mariano) e inserción en él, enteramente moldeable por Dios, pura pasividad que es la más alta actividad.

Justamente la Declaración subraya en el n. 12 cómo esta libertad es fruto de una conversión continua.

4. El mal humano y el pecado

La reflexión teológica sobre el pecado constituye otro momento fundamental de la problemática actual y merece una atención particular. A este tema, la Declaración dedica todo el n. 10.

La dificultad en la que ha entrado este punto esencial del discurso cristiano se debe, sobre todo, a lo que nos parece un cambio de eje en la vida espiritual del hombre ocurrido en la historia moderna, en virtud del cual la trascendencia ya no es una elevación hacia Dios, sino la apertura del hombre al mundo, que constituye la totalidad del horizonte humano.

La expresión más completa y decisiva de la negación contemporánea de la realidad del pecado la ofrece la reflexión hegeliana (cfr. sobre todo Vorlesungen über die Philosophie der Religion, III, 1: Die absolute Religion, Leipzig 1929, p. 121 y ss.), según la cual la categoría de pecado y su opuesta, la de bien, no son más que la "representación" religiosa de un "concepto" metafísico que viene superada y eliminada por el concepto de dialéctica como ley fundamental de lo real. Así, el pecado ya no es una categoría ética y religiosa perteneciente al mundo de la libertad, sino el momento dialécticamente necesario del negativo. Por lo tanto, es coextensivo al ser; más aún, fundamenta la verdad y el valor del ser, que no podría volverse ni hacerse, sin la negación que se le opone.

Una vez que la especulación hegeliana es despojada de toda apariencia (pseudo) teológica, como sucede en la llamada izquierda hegeliana, el mal y el pecado se convierten simplemente en el momento negativo, cristalizado en instituciones objetivas, por el cual la sociedad humana debe pasar y superar mediante el compromiso político de transformación social. De este modo, la salvación y liberación del mal aparecen como una obra histórica del hombre, quien mediante su compromiso sociopolítico debe superar las contradicciones inherentes e inmanentes a la historia. En este punto, cualquier valor ético y religioso se ha retirado del concepto de mal y el mismo concepto de pecado ha desaparecido. Evidentemente, en esta perspectiva, como ya sucedía en su antepasado remoto, que es el gnosticismo antiguo, el relato bíblico de la caída original y su interpretación por la Iglesia es un "mito", una adaptación popular que expresa una verdad de carácter metafísico (una historia eterna, como la llama Hegel en el escrito citado), es decir, la conquista que el hombre hace de su libertad a través de la negación de la situación dada: bien y mal son polos opuestos y necesarios de la tensión originaria en la que se afirma la libertad.

Esta concepción del mal humano, radicalmente contraria a la fe, se encuentra a menudo en la base de muchos movimientos de "cristianos por el socialismo".

En cambio, se puede hablar de pecado solo, antes que nada, sobre la base de la trascendencia metafísica o del principio de creación: si no se protege esta verdad de fe como base del discurso sobre el pecado, el pecado termina disolviéndose en la necesidad del devenir de la subjetividad humana, es decir, desapareciendo.

De hecho, como se ha mencionado, el hombre no es un momento necesario del desarrollo de Dios, sino el fruto de un gesto creativo absolutamente libre. Y el hombre, en tanto creado libremente, ha recibido una ley de Dios inscrita en su propio ser para alcanzar su fin último, que es Dios mismo. En cuanto ser espiritual, el hombre goza de libertad de elección incluso frente a Dios, y esta elección es el acto más decisivo de su destino final. En su elección, el hombre cualifica su ser de manera radicalmente distinta según escoja a Dios como su fin último o su ser-en-el-tiempo como horizonte definitivo de su vida. Solo en este contexto se puede hablar de pecado; se puede hablar de él, en un sentido auténtico, únicamente ante Dios, según una relación rigurosa de persona espiritual entre Dios y el hombre. Aquí también se pone en evidencia la distancia infinita entre una concepción creacionista y una no creacionista (monista, dualista o atea): esta última reduce el pecado a la finitud del ser, a la negatividad de la conciencia, a un momento dialécticamente necesario de su devenir, mientras que la primera lo concibe como la ruptura de la relación con Dios, de la cual el hombre es responsable como individuo ante Dios. También en este contexto se ve cómo, en efecto, solo la primera perspectiva es capaz de tomar en serio hasta el fondo la libertad y la historicidad del hombre y su devenir.

Desde esta base parten algunas impugnaciones cristianas a ciertas afirmaciones comunes hoy en día que, a menudo, también han contaminado el discurso teológico. El mal y el pecado son un acontecimiento que sucede dentro del sujeto porque nace de la libertad del individuo ante Dios, y por eso su liberación no podrá consistir primariamente en el cambio de estructuras, sino en la conversión del corazón: olvidar esto es una grave ilusión.

Dentro de este primer contexto, que asegura la relación hombre-Dios como una relación de libertad (Dios crea libremente, el hombre está llamado a escoger libremente a Dios como su fin último), la trascendencia en la historia, la Revelación de Dios en Cristo, revela plenamente " quanti ponderis sit peccatum”[xi] (S. Anselmo, Cur Deus homo 1, 21; ed. Schmitt II, 88Z, 18). A la luz de esto, el pecado adquiere el rostro de un rechazo al Amor de Dios, revelado plenamente en el Corazón traspasado del Crucificado.

En este punto surge un problema teológico adicional: la relación entre la elección de rechazo libre hacia Dios y la acción concreta en la que se encarna, o, lo que es lo mismo, la relación entre la decisión del individuo ante Dios y la desobediencia a las normas morales, o también el modo en que el hombre se niega a Dios. Es sobre este problema en el que se detiene particularmente el mencionado n. 10.

La solución a este problema teológico depende de algunos supuestos teológicos que es necesario explicitar.

Primero: Unidad sustancial del alma y el cuerpo. Es una verdad de fe (cfr. DS. 902, 1440) de gran importancia para la antropología cristiana que entre el alma y el cuerpo existe una unidad sustancial perfectiva también del espíritu. Una consecuencia de esta afirmación es que la génesis de lo humano no debe entenderse idealísticamente como la aparición de la pura conciencia espiritual a través de sus representaciones, sino como el desarrollo del hombre a través de actos individuales que poseen una especificidad propia. Gracias a esta unidad, el hombre no es solo un proyecto espiritual, sino un proyecto que se despliega y realiza en el tiempo a través de actos individuales. Negarse a abordar el problema ético del acto individual según su objeto y naturaleza propios es deshistorizar al hombre y no aceptar plenamente la unidad sustancial del alma con el cuerpo.

Segundo: El acto se cualifica éticamente en primer lugar ratione obiecti seu naturae suae[xii]. Esta es una tesis que hoy es cuestionada incluso por teólogos católicos; sin embargo, creemos que no puede ser negada sin temeridad. Podemos comprender su significado al insertarla en el principio de la creación. Debido al acto creativo de Dios, el ser humano lleva inscrito en sus elementos constitutivos el propio proyecto de Dios: de hecho, desde el punto de vista ético, el hombre es esta participación formal en la ley eterna de Dios, así como desde el punto de vista metafísico es participación del Ser mismo de Dios. En consecuencia, como decía Santo Tomás, " omnia illa facienda vel vitanda pertineant ad praecepta legis naturae quae ratio practica apprehendit esse bona humana” (I, II, q. 94, a. 2): la razón humana iluminada, corregida y completada por la Revelación de Dios en Cristo. Ahora bien, la razón del hombre no es una facultad creadora, sino descubridora de la verdad, es decir, en este caso, de la relación existente entre una acción y las "inclinationes naturales" y, por lo tanto, los "bienes humanos" y, en consecuencia, entre una acción y la misma ley de Dios. En un texto lleno de significado, Santo Tomás escribe: "…res naturales, ex quibus intellectus noster scientiam accipit mensurant intellectum nostrum… sed sunt mensuratae ab intellectu divino in quo sunt omnia creata… Sic ergo intellectus divinus est mensurans non mensuratus; res autem naturalis, mensurans et mensurata; sed intellectus noster est mensuratus non mensurans quidem res naturales, sed artificiales tantum" (De Veritate, q. 1, a. 2c)[xiii].

Solo en el ámbito de lo artificial, que hoy llamaríamos el campo técnico, el hombre es en cierto sentido creativo (homo faber), pero en el campo de la acción, el hombre está llamado a realizarse según el proyecto de Dios (homo sapiens). Por lo tanto, cada acción como tal (ratione sui obiecti) se coloca en una relación de conformidad o disconformidad con las normas morales que la razón descubre y no inventa. Y en virtud de esta relación objetiva, antes de considerar las circunstancias o el fin, el acto se cualifica éticamente como honesto o deshonesto.

Tercero: Rechazo de la reducción de la verdad a la libertad, del intelecto a la voluntad. El pasaje tomista apenas citado nos indica dónde radica el error de quienes niegan el segundo presupuesto. Decir que la cualificación ex obiecto no tiene una connotación ética sino sólo física en sí misma, como lo hacen algunos teólogos católicos, indicando sólo cuáles son para el hombre los "mala physica" mientras que la cualificación provendría de la intención del sujeto o de la relación formal y explícita con Dios (opción fundamental) es al menos bastante ambigua. De hecho, si queremos decir que la acción en su objetividad es indiferente como tal desde el punto de vista ético y que la cualificación proviene solo de la decisión profunda de la libertad, la afirmación es falsa desde dos puntos de vista: es falsa porque considera el espíritu del hombre no como un espíritu unido sustancialmente al cuerpo y, por lo tanto, no toma en serio la historicidad del hombre, y es falsa porque atribuye a la libertad humana el poder de decidir, en última instancia, cuáles son realmente los "bona humana", reduciendo así la verdad a la libertad. Surge nuevamente bajo otra forma, el mismo error de confundir lo trascendente con el trascendental kantiano y post-kantiano, que lleva a la primacía de lo subjetivo sobre lo objetivo: la única norma absoluta es puramente formal y coincide con el dinamismo espontáneo del espíritu, mientras que los contenidos son decididos por la libertad. Sin embargo, si se quiere decir que la única y simple violación objetiva de la norma no es como tal suficiente en sí misma para hablar de culpabilidad del sujeto, entonces la tesis es cierta, pero genera confusión formulada de esta manera, en cuanto que se ha pasado a otro campo distinto: hablamos entonces de imputabilidad subjetiva.

De la aceptación de los dos primeros presupuestos y del rechazo de su identificación en el tercero se sigue que el individuo peca mortalmente ante Dios no sólo cuando rechaza formal y directamente a Dios, sino también cuando realiza una acción que se le opone, en asuntos graves, a las normas morales ya que esa negativa está incluida en esta acción. Y por eso la Declaración enseña con razón: " Por lo tanto, el hombre peca mortalmente no sólo cuando su acción procede de menosprecio directo del amor de Dios y del prójimo, sino también cuando consciente y libremente elige un objeto gravemente desordenado, sea cual fuere el motivo de su elección."(n. 10).

5. La Iglesia y el orden moral

Como ya decíamos, la Declaración es una expresión de ese servicio pastoral que la Iglesia ofrece al mundo a través de su Magisterio.

La tarea fundamental de este Magisterio es interpretar auténticamente la Palabra de Dios tanto en el ámbito de la fe como en el de las costumbres, proclamando con autoridad no solo la ley divina positiva sino también la natural.

Esta tarea, en la situación actual, es particularmente grave y urgente; es más, —por ciertos aspectos— nunca ha sido tan grave y urgente. En efecto, la enfermedad más grave que ha afectado al hombre de hoy es una enfermedad de la inteligencia, ya que ésta ya no se abre a la Trascendencia, sino que se ha ido encerrando cada vez más dentro de la finitud de la inmanencia. En esta prisión, el hombre parece haber perdido el camino que lo lleva hacia la Verdad y los valores éticos se han desvinculado.

¿Cuáles son los signos de esta enfermedad de la inteligencia del hombre de hoy? En primer lugar, la elevación de la duda como el último signo de la dignidad de la inteligencia, hasta el punto de considerar la necesidad de certezas supremas como una pobreza interior, un signo de una etapa infantil, y terminar identificando la certeza de la verdad objetiva como una cadena para la libertad. De este modo, la inteligencia ha acabado cerrándose al mundo fenomenológico, sin más búsqueda del fundamento último, más aún terminando —en una trágica contradicción— por identificar el ser con el devenir, afirmando la autonomía y la originalidad de ese emerger y reemerger del ser desde la nada y hacia la nada. Entonces, la única posibilidad que le queda es lo que Tomás llamaría las "res artificiales", la técnica, como dominio y manipulación de lo real, con el resultado de poseer infinitos medios sin conocer ya los fines para los cuales utilizarlos. La inteligencia se ha convertido en solo inteligencia del artificialis, en el sentido tomista, de modo que el saber científico es el único saber que se considera como tal.

Sobre el terreno de una inteligencia así tan mortalmente enferma, también la libertad, exiliada de su patria natural que es la relación con el Trascendente, ha terminado por reducirse a pura posibilidad de todas las posibilidades. Y ya de manera muy aguda, S. Kierkegaard había notado que esta concepción de la libertad no puede llevar más que a la desesperación, ya que al crear significados individuales ya no recibe valor por parte de un Sentido último y definitivo: es esa enfermedad que todos los grandes maestros de la vida interior cristiana habían diagnosticado tan finamente cuando hablaban del taedium vitae, derivado de la distracción y la curiosidad, en el fuerte sentido que ellos daban a estas palabras. Es indudable mérito de Heidegger haber aclarado definitivamente que el único significado real del ser para la inteligencia del hombre de hoy entonces solo puede darse en el horizonte del tiempo, que es siempre y únicamente tiempo humano, de modo que la libertad se cierra completamente dentro de la finitud. Esta ya no es el lugar donde el individuo se decide ante Dios, sino solo el lugar donde se decide ante el mundo, la historia y la sociedad.

El mal de la inteligencia y la consecuente corrupción del concepto de libertad han llevado coherentemente primero al inmoralismo, es decir, a considerar el bien y el mal como momentos dialécticamente necesarios para el desarrollo autónomo del sujeto, y luego al amoralismo, es decir, a considerar el bien y el mal como categorías que ya no tienen ningún significado propio. La única realidad es la construcción del hombre en la historia y en la sociedad, guiado solo por el criterio de la eficacia: toda la realidad, tanto en la naturaleza como en la historia, debe entenderse únicamente como mundo humano, es decir, como realización que el hombre hace de sus aspiraciones y de sus proyectos. Es el mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), como lucha de clases (Klassenkampf), como identidad de verdad y libertad, como praxis, criterio último de la verdad.

En este contexto, la primera tarea de la Iglesia y, en particular, del Magisterio, es servir al hombre de hoy, salvar al hombre de la enfermedad de su inteligencia. ¿De qué manera? Y, sobre todo, ¿por qué el Magisterio?

El primer servicio es iluminar al hombre de hoy, mostrarle el camino hacia la Trascendencia que parece haber perdido. En el ámbito moral, esto significa la necesidad de recordar con gran claridad los fundamentos mismos del orden ético, cuestionando bien sea la determinación inmanentista última del destino humano, o bien la concepción corrompida de la libertad como posibilidad de todas las posibilidades y de sus contrarios, o bien la identificación (dialéctica) de bien y mal, mediante la clara reintroducción de Dios como el fin último del hombre, quien se ha revelado en Cristo; de la libertad, como poder de reconocer el bien y las normas objetivas que de ello derivan, inscritas en el ser humano revelado plenamente en Cristo; y de la singularidad humana que se constituye originariamente en su estar ante Dios a través de las acciones realizadas en el tiempo. Los tres números de la Declaración examinados son el claro testimonio del cuidado de la Iglesia por salvar al hombre, llamándolo a su verdadera vocación.

¿Por qué está especialmente involucrado el Magisterio en este servicio? En primer lugar, porque a los obispos se les ha confiado la misión de pastorear el rebaño de Cristo, y el primer deber pastoral es anunciar la Verdad de Cristo, defendiéndola también de los errores, que son la más grave insidia para la salvación del hombre. Las palabras de San Ireneo son increíblemente actuales en este sentido: “Los apóstoles, enviados para encontrar a los errantes, iluminar a los ciegos y sanar a los enfermos, ciertamente no les hablaron según las opiniones del momento, sino según las exigencias de la Verdad que ellos anunciaban. En efecto, nadie actuaría correctamente si, viendo a ciegos a punto de caer en un precipicio, los impulsara a seguir en esa dirección tan peligrosa como si fuera el camino correcto que conduce al final. ¿Y qué médico, queriendo sanar a un enfermo, obedecería más a los caprichos de éste que a las reglas de la medicina? Ahora bien, el Señor mismo dice que vino como médico de los enfermos cuando afirma: no son los sanos quienes necesitan al médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores al arrepentimiento. Entonces, ¿cómo sanarán los enfermos? ¿Y cómo harán penitencia los pecadores? ¿Acaso continuando en las mismas disposiciones? ¿O no será más bien aceptando un profundo cambio y conversión de su antigua forma de vida que ha causado en ellos enfermedades tan graves y tantos pecados? Ahora bien, la ignorancia, madre de todos estos males, solo puede ser desterrada mediante el conocimiento. Es, por tanto, el conocimiento lo que el Señor daba a sus discípulos y es a través de él que sanaba a los enfermos y convertía a los pecadores. Y por ello Él no les hablaba conformándose a sus opiniones anteriores ni respondía según los prejuicios de quienes lo interrogaban, sino según la doctrina de la Salvación, sin hipocresía y sin favoritismos” (Adv. Haer. III, 5, 2; ed. SC 211, p. 57-61).

Así, los pastores, sucesores de los Apóstoles, son llamados también en el ámbito moral a dar testimonio de la Verdad que salva, indicando el camino correcto, muchas veces obligados a confrontar a un mundo que no conoce al Padre. Así, su predicación termina, como debe terminar, en el “martyrion,” en el sufrir la “bienaventurada pasión” de dar testimonio de la Verdad, sin seguir las modas del tiempo ni yendo, como Pedro en su juventud, a donde ellos quieren, sino hacia la Cruz, por haber dado testimonio de la Verdad.

Solo sobre la base de una identidad redescubierta que le señala el Magisterio, el creyente podrá continuar su diálogo con el mundo, también en lo que respecta a los problemas morales.


Notas

[i] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. (1975). Declaración Acerca De Ciertas Cuestiones De Ética Sexual. n.1 https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19751229_persona-humana_sp.html#_ftnref3

[ii] “como todas las realidades naturales están inclinadas hacia sus fines con cierta inclinación natural por el primer motor que es Dios, es necesario que eso hacia lo que cada una se inclina naturalmente sea eso que es querido o pretendido por Dios. Pero como Dios no tiene otro fin de su voluntad sino él mismo, y él mismo es la misma esencia de la bondad, es necesario que todas las demás realidades sean inclinadas naturalmente hacia el bien” (Tomas De Aquino. (2000). De veritate, cuestión 22. El apetito del bien. Introducción, traducción y notas de Juan Fernando Sellés. Cuadernos de Anuario Filosófico. No. 131, p.102. Fuente: https://www.academia.edu/40606944/

[iii] “…por razón del principio ínsito en ellas se dice que todas las realidades apetecen el bien como tendencia espontánea hacia el bien". Ibid., p.102. La traducción al español de esta cita se puede encontrar en este enlace: https://tomasdeaquino.org/capitulo-cxiv-dios-da-leyes-los-hombres/

[iv] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. (1975). Declaración Acerca De Ciertas Cuestiones De Ética Sexual. n.3 https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19751229_persona-humana_sp.html#_ftnref3

[v] El fisicismo es la tesis según la cual la ontología básica del mundo es física. De ello se sigue que no hay verdades sobre la consciencia más allá de las verdades de la física. Recuperado 10 noviembre 2024 de http://www.sefaweb.es/conceptos-fenomenicos/

[vi] El cosmicismo es una filosofía literaria desarrollada por el escritor estadounidense H. P. Lovecraft en su weird fiction. Cosmicismo. (2023, 12 de noviembre). Wikipedia, La enciclopedia libre. Recuperado 10 noviembre 2024 de https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Cosmicismo&oldid=155274931

[vii] Schelling, Friedrich. (1834). Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit und die damit zusammenhängenden Gegenstände. Suche (p.26). https://www.digitale-sammlungen.de/de/view/bsb10927078?page=30,31&q=Pr%C3%A4dikate

[viii] Concilio Vaticano II. Dei Verbum n. 7. https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651118_dei-verbum_sp.html

[ix] Concilio Vaticano II. Lumen Gentium n. 63. https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html

[x] “…invisible por naturaleza, se hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse comprensible; el que fue antes del tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo; señor del universo, ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr. Fil 2, 7); Dios impasible, no ha desdeñado ser hombre pasible; inmortal, se somete a la ley de la muerte.” San León Magno. Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre la Navidad del Señor, 1-3, 6). https://mercaba.org/TESORO/san_leon_magno.htm

[xi] Cuán pesado es el pecado.

[xii] Por su objeto o naturaleza.

[xiii] “Las cosas naturales, de las cuales nuestro entendimiento recibe la ciencia, miden a nuestro entendimiento, como dice Aristóteles en su Metaphysica; pero a su vez son medidas por el entendimiento divino, en el cual están todas las cosas creadas, como todos los artefactos están en el entendimiento del artífice. Así, pues, el entendimiento divino mide y no es medido; la cosa natural mide y es medida;pero nuestro entendimiento es medido y no mide a las cosas naturales, sino solamente a las artificiales”. (Tomás de Aquino. (Ángel Luis González, Juan Fernando Sellés y Mª Idoya Zorroza (eds.). (2016). © Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA). Fuente: https://archive.org/details/de-veritate-1/De%20veritate%201/page/n1/mode/2up


Traducción de Juan Carlos Gómez Echeverr