Seminario sobre el diagnóstico prenatal
“Aspectos éticos del diagnóstico prenatal”
Roma, 3 de abril de 1984
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Mi reflexión tiene un ámbito bastante limitado. Se propone reflexionar, desde el punto de vista ético, sobre el diagnóstico prenatal como momento del proceso que lleva a la decisión del aborto eugenésico-selectivo. En una palabra: sobre la conexión entre diagnóstico prenatal y aborto.
Es una perspectiva limitada, como resultará de la relación que seguirá: esta no es, de hecho, la única dimensión ética del problema.
1. Comenzaré por examinar, desde el punto de vista de la mujer que lo solicita, el requerimiento de un diagnóstico prenatal con el fin — o, en cualquier caso, no excluyente — de una eventual solicitud posterior de aborto. Nótese bien: “con el fin” - o en cualquier caso “no excluyente”. Si consideramos la solicitud de un diagnóstico prenatal, en sí misma, no presenta serios problemas morales, respetadas aquellas condiciones de las que hablará la relación siguiente. Pero la intención que mueve a la solicitante — intención de abortar, en caso de que el diagnóstico sea positivo — o incluso la no explícita exclusión del aborto, vicia moralmente el diagnóstico, colocándolo ya, desde el punto de vista ético, en el proceso abortivo y haciéndolo una sola cosa con el aborto mismo.
En una condición similar, viendo la cosa desde el punto de vista de quien realiza el diagnóstico prenatal, este está moralmente obligado a no realizar el acto diagnóstico. Se trataría, de hecho, de una verdadera y propia “cooperación formal” al aborto, que no puede ser justificada por ningún motivo. Se trata, lo repito, del caso de una mujer que solicita el diagnóstico, manifestando su intención de abortar o, en cualquier caso, de no excluir sin más el recurso al aborto.
Cuando no existiera esta “manifestación de voluntad”, pero existiera la duda fundada de que esta es la intención de la solicitante, quien realiza el diagnóstico debe verificar su existencia, para no exponerse al riesgo de cooperar en la muerte de un inocente. Varias circunstancias deben ser consideradas — lugar, experiencia pasada que podría hacer dudar seriamente sobre la real intención de las solicitantes — para poder llegar a la conclusión de que esa duda fundada existe en cualquier caso y que, por lo tanto, en cualquier caso, esa verificación debe ser realizada, interrogando explícitamente a la solicitante.
No se puede objetar a esta última conclusión que, por una parte, el genetista o el médico no está obligado a conocer el uso que la solicitante hará de su diagnóstico, siendo este remitido exclusivamente a la responsabilidad de esta y que, por otra parte, la solicitud de manifestar su intención sería una indebida injerencia en la conciencia de la mujer. De hecho, si es cierto que en la relación médico-paciente, este último, al final, una vez hecho el diagnóstico, es remitido a su libertad y responsabilidad, no hay que olvidar nunca que en nuestro caso entra en la relación médico-paciente un tercero inocente, cuyo derecho fundamental a la existencia está seriamente en peligro. Y cada uno tiene el deber-derecho de saber si su prestación es parte o no de un plan homicida, cuando existieran serios motivos para dudarlo. Y así, se puede captar también la inconsistencia de la segunda parte de la objeción. La solicitud no es una indebida injerencia en la conciencia de la mujer, ya que no solo está en juego la persona de ella, sino la vida de un tercero que exige ser defendida: y esta vida no es una propiedad privada de la mujer de la que ella pueda disponer autónomamente.
El aborto selectivo, como se suele decir, está relacionado con una temática — o puede estarlo en breve — que, aunque no es objeto directo de nuestra reflexión de hoy, tiene con la misma indudables analogías.
Recientemente, la revista de la Academia Americana de Pediatría (cfr. Pediatrics Vol. 72 N° 4 Octubre 1983, 450-458) [i] informaba sobre la actividad del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Oklahoma, donde 24 recién nacidos con defectos congénitos en la columna vertebral fueron dejados morir como consecuencia de una decisión específica de omitir el tratamiento terapéutico.
Para llegar a su decisión, los médicos aplicaron la siguiente fórmula: QL = NE X (H+S), donde QL es la calidad potencial de la vida, NE la condición del niño, H el aporte o costo que se pediría a la familia, S a la sociedad. La cosa no es del todo nueva. Ya en 1975, una revisión publicada en la revista jurídica de la Universidad de Stanford concluía diciendo: “La práctica generalizada de no ofrecer cuidados médicos ordinarios al recién nacido con defectos congénitos demuestra que nos hemos embarcado en un extenso programa de eutanasia”.
Lo nuevo es que en esta problemática se va introduciendo la convicción de que la decisión de dejar morir a un recién nacido, según esa fórmula, según el “estándar de calidad de vida”, se considera erróneamente en acuerdo con la distinción, tradicional en la teología moral católica, entre “medios ordinarios” y “medios extraordinarios”.
Esta temática, atinente por sí al problema de la eutanasia, tiene la misma raíz que nuestra temática: en esencia, el aborto selectivo, cuya primera etapa está constituida por el diagnóstico prenatal, se decide sobre la base del mismo argumento que lleva a la decisión de la eutanasia infantil.
Retomaré en la segunda parte de mi intervención esta “común raíz” para mostrar todas sus implicaciones antropológicas. Por ahora, me limito a una observación. Quizás sea necesario, por parte de nosotros, estudiosos de ética, repensar atentamente esa distinción entre “medios ordinarios” y “medios extraordinarios”, con el fin de evitar su uso por parte del médico, contrario a su verdad. Para evitar, por una parte, que la autoridad moral de la Iglesia Católica sea abusada para sancionar conductas que hoy, en realidad, son verdaderos y propios homicidios y, por otra, que también así se opere un ulterior “empuje social” hacia el aborto selectivo.
2 - En la tercera parte de mi relación quisiera identificar las fuerzas ideológicas — la falsa antropología — que constituyen lo que he llamado “empuje social hacia el aborto selectivo”. Nótese que mi punto de vista es siempre el de la solicitud del diagnóstico prenatal, y no precisamente el de quien ofrece la prestación diagnóstica solicitada. Este segundo será el punto de vista de quien me seguirá.
¿De qué se trata exactamente? Se trata de captar las raíces de esta actitud cultural (por así decirlo) bastante generalizada que impulsa a solicitar el diagnóstico prenatal con vistas o, en cualquier caso, sin exclusión del aborto selectivo. Y aún, para evitar posibles equívocos, las consideraciones que haré en breve tienen el sentido fundamental de poner en evidencia las implicaciones y las raíces antropológicas de la práctica generalizada de la solicitud del diagnóstico prenatal en orden al aborto selectivo: no se trata de calificar a una u otra persona, sino de ver cada vez más claramente dentro de la realidad.
El aborto selectivo opera una “selección” — como dice el nombre — entre quienes ya están concebidos en base al criterio de “deseable-no deseable”, suprimiendo a quienes no son deseables, por cualquier motivo: el inadecuado, el inferior, el sexo “equivocado” y así sucesivamente.
La introducción en la relación madre-hijo de este criterio, en el punto decisivo de su admisión a la existencia o no, revela que la misma verdad de la procreación humana, su definición misma, se ha ido progresiva y sustancialmente cambiando.
La procreación humana se entiende como la “producción de un objeto” y su efecto como un “producto” de la actividad humana. La consecuencia es que la relación de un producto con el productor es una relación de desigualdad radical, de profunda subordinación, en virtud de la cual se tiene el derecho de juzgar el éxito o fracaso de la obra producida. ¿De dónde deriva esta transformación del concepto de procreación en el de producción o, mejor dicho, en qué consiste más precisamente y más profundamente esta transformación? Es bien sabido que la conexión que la doctrina de la Iglesia enseña que existe entre la sexualidad conyugal y la procreación (cfr. Humanae Vitae y Familiaris consortio) no es solo para la Iglesia la constatación de un hecho, sino una exigencia de carácter ético: un deber-ser. Este punto de la doctrina católica, que no es el caso de exponer extensamente ahora, arroja una luz singular sobre nuestro problema.
La sexualidad conyugal según la enseñanza de la Iglesia, por una parte, es expresión de un amor entre personas (communio personarum) [ii] en el cual la persona humana está involucrada en su realidad entera e integrada y, por otra, dada la conexión que este acto de amor tiene con la procreación, esta misma sexualidad conyugal es origen de la vida precisamente en cuanto acto de amor interpersonal. De ello se deriva que si el concepción ocurre — y este, por principio, nunca es excluido — establece una relación de absoluta igualdad entre padres e hijo, en cuanto a la dignidad personal, debido al hecho de que la actividad de la cual el hijo ha tenido origen es un acto de amor: y el amor afirma y quiere a la persona del otro en sí misma y por sí misma. Y el amor siempre dice: “¡qué bello, ¡qué bien que existas!” y nunca dice: “¡qué útil¡, ¡qué agradable que existas!” o “¡no es útil!, ¡no es agradable que existas!”.
En una palabra: cuando una cultura separa la procreación (el significado procreativo) del amor, se ha puesto la raíz de la afirmación de una desigualdad radical entre el concebido y quien lo concibe, considerando al primero como el fin de una actividad de producción: el efecto de un “hacer” y no el fin de un “actuar”, un “artefacto” y no una “obra del amor”.
Pero hay otra relación implicada, aún más profunda, en toda esta cuestión. Es indudable — hasta el punto de que la observación corre el riesgo de ser siempre un lugar común superficial — que una de las características de nuestra civilización es el proyecto, implícito en ella, de un dominio tal sobre la naturaleza, digamos sobre la realidad, que excluya lo más posible el riesgo de lo imprevisto y lo imprevisible. Un proyecto ya tan generalizado que no configura solo la relación hombre-naturaleza, sino también la misma vida asociada (el “Estado asistencial”). El significado íntimo — por debajo del uso de igual vocabulario — de este proyecto cambia radicalmente de signo según que el hombre que lo gestiona lo haga en un contexto teísta o en un contexto ateísta. En el segundo contexto, de hecho, ese proyecto lleva gradualmente a la exclusión, a la negación del concepto de “contingencia” y, consecuentemente, a la censura de toda experiencia esencialmente humana que testimonia este hecho de nuestra contingencia. La exclusión de la experiencia de la contingencia implica el rechazo de esa sumisión radical que la gran tradición metafísica occidental (Platón, Agustín, Tomás) llama “verdad”, entendida como la adecuación de la inteligencia creada a la realidad.
Existen hechos que son como la “prueba de fuego” para verificar si ese proyecto se sitúa en un contexto u otro. Uno de estos es el don y la responsabilidad, porque los padres no pueden determinar exactamente el carácter de sus hijos o rechazar a los hijos que no les gustan.
Este segundo aspecto de la cuestión se une tan estrechamente al anterior que la relación entre sexualidad conyugal, procreación y concepción última de la vida (teísta o ateísta) es una relación muy profunda. El acto de la relación conyugal da cuerpo, expresión, realización — en cuanto no puede por principio excluir la procreación — a esa sumisión de la que he hablado. El acto de amor conyugal, incluso si se realiza en un tiempo calculado por ellos como el más adecuado para ser fértil, será siempre (debe ser siempre) un acto de comunión interpersonal y por lo tanto muy diferente de cualquier acto de hacer, producir, adquirir una propiedad. Libremente elegido por los esposos, tiene una estructura física, psíquica y espiritual que lo convierte en un “darse-recibirse”, un donarse-recibirse que puede ser completado por el don de un niño. Este don no depende, entonces, de un acto de dominio, incluso conjuntamente acordado, sobre un material extraño. En este donarse-recibirse, los esposos se abren (y se someten) tanto a la Fuente Absoluta de la vida humana de la cual puede venir un niño como al servicio del niño, sea cual sea. Pero, cuando se rompe esta sumisión, no queda más que el dominio.
CONCLUSIÓN
Este tema, como se ve, es muy serio por las implicaciones éticas que conlleva: puede convertirse en el "caballo de Troya" a través del cual se instaura una verdadera "caza del feto no deseable". Por esto, es necesario que cada genetista o médico se adhiera rigurosamente más que nunca a los límites de la más estricta deontología. Están en juego valores fundamentales: la vida de inocentes, la verdadera naturaleza de la ciencia y, al final, el sentido mismo de la cultura en la que queremos vivir.
N.T.
[i] Strain JE. The decision to forgo life-sustaining treatment for seriously ill newborns. Pediatrics. 1983 Oct;72(4):572-573. PMID: 6889074. Retrieve from: https://code-medical-ethics.ama-assn.org/sites/default/files/2022-08/2.2.4%20Treatment%20decisions%20for%20seriously%20ill%20newborns%20--%20background%20reports.pdf [11/01/2025]
[ii] "Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás." (Gaudium et Spes, 12). Retrive from: https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html [11/01/2025]
Traducción de Juan Carlos Gómez Echeverr
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