Las raíces y fundamentos de la familia cristiana
«Fundamentos doctrinales de la familia»
Valencia/Roma, octubre 1994
El título de mi conferencia exige una precisión. Pretendo hablar de aquello que fundamenta en última instancia la comunidad familiar en la visión cristiana. Es una vuelta a las fuentes a la que debemos llegar con nuestra reflexión, una vuelta a los orígenes. Ciertamente, oyendo hablar de “orígenes”, cada uno de vosotros pensará en su propia historia, en cómo ha comenzado la historia del propio matrimonio. Se trata, sin embargo, de algo mucho más profundo. Desde la fe, la historia está siempre en contraste entre dos libertades: la libertad de Dios y la libertad del hombre. Quisiera decir algo sobre lo que está en la raíz o el fundamento de la familia; precisamente en el punto en el que las dos libertades, la de Dios y la del hombre, se encuentran para constituir precisamente la familia. Se trata de un acontecimiento admirable y misterioso sobre el que podemos balbucear alguna cosa.
1. EN EL ORIGEN DE LA ALIANZA CONYUGAL
La familia encuentra su origen en la comunión conyugal, en el matrimonio. Esta radicación de la familia en el matrimonio debe ser percibida profundamente.
El punto de partida es la comprensión de la sacramentalidad del matrimonio. ¿Qué pretende decir la Iglesia cuando dice que el Matrimonio es un sacramento? Para llegar a entenderlo, debemos explicar el concepto de “participación”.
Todos nosotros, alguna vez, hemos dicho o pensado: “esta persona es más o menos bella o buena que aquella”. Cuando decimos o pensamos esto, esto es, cuando establecemos una gradación dentro de la misma perfección (la belleza, la bondad), en nuestro interior ha ocurrido algo grande. Nuestro espíritu ha llegado a percibir como un “ideal” de belleza, de bondad, sin límites. Después, ha confrontado las diversas personas que tenían este ideal y ha podido constatar que una se acercaba más que la otra a aquel ideal puro de belleza, de bondad plena. Una gran tradición filosófica ha descrito todo esto con una sola palabra: participación. En este sentido, ¿qué es la participación? Es la relación que existe entre dos o más realidades, fundada en el hecho de que ambas poseen una misma perfección. Esta perfección no se posee por ambas con un mismo grado, sino más o menos, según sea el grado de vecindad-semejanza con quien posee plenamente la perfección. Se dice: participan de la misma perfección. Y volvemos, de nuevo, a nuestra pregunta: ¿qué significa que el matrimonio es un sacramento?
El evangelio según san Juan, sobre todo, nos desvela la naturaleza intima de cuanto ha acontecido en la Cruz. Lo que ha sucedido es el supremo acto de amor mediante el don que de sí mismo ha hecho Cristo. Acto supremo: no puede pensarse un acto de amor humano más grande. Brota del corazón de Cristo toda la Sangre. Más que esto, no se puede pensar mayor amor. Por lo que podemos decir: en el Cristo que se ofrece en la cruz se realiza la plenitud del amor humano. La perfección absoluta del amor humano es Cristo que se entrega a sí mismo en la Cruz.
Ahora bien, ¿qué es lo que acontece cuando un hombre y una mujer se casan en el Señor?, ¿cuando se casan sacramentalmente? Son hechos partícipes del mismo amor de Cristo: se les concede por el Espíritu Santo el participar del mismo amor de Cristo. Recordad lo que hemos dicho sobre el concepto de participación. El amor de Cristo es la perfección suprema, la plenitud del amor. Los esposos participan de este mismo amor. Reciben la capacidad de poder amar como Cristo ha amado. Notad que no se trata, en primer lugar, de una “imitación”, de un modelo puesto ante ellos. Lo que estoy diciendo no debe interpretarse de este modo: los esposos cristianos se casan sacramentalmente en el sentido de que y porque deben imitar el amor de Cristo. El sacramento del matrimonio, en primer lugar, no es un quehacer humano, es un don de Dios. Por lo tanto, es el mismo amor de Cristo quien viene a habitar en el corazón de los esposos. Entre el amor de Cristo y el amor conyugal no existe diversidad en el sentido de que se trate de dos realidades que, como máximo, tienen solo una semejanza: es el mismo amor. La diferencia consiste sólo en el grado: uno es pleno, ilimitado, perfecto; el otro es parcial, limitado, imperfecto. Más, ¿cómo es posible tal “milagro”? Es posible porque a través del rito, el Espíritu Santo desciende en el corazón de los esposos, los purifica, los santifica, esto es, los hace partícipes del mismo amor de Cristo. Aquí llegamos ya al terreno más profundo en el que hay que poner la raíz de la familia, sobre el que la familia pone sus fundamentos.
La carta a los Hebreos (9, 14) nos desvela que en el origen del ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí mismo en la Cruz está el Espíritu Santo. Es este mismo Espíritu Santo el que está en el origen de la comunión conyugal de los esposos cristianos, porque en El los esposos se hacen partícipes del mismo amor de Cristo. El Espíritu, que empuja a Cristo al don de Sí mismo en la Cruz, es el mismo Espíritu que introduce la donación conyugal en el mismo acontecimiento de la Cruz. Este texto del Nuevo Testamento nos abre el paso hacia el Misterio más grande de nuestra fe.
En la Cruz, Cristo nos desvela su amor al Padre en el Espíritu: la comunión conyugal pone su raíz profundamente en el misterio trinitario de la vida divina.
Hemos intentado balbucear algo sobre el sacramento del matrimonio, sobre el que se funda la familia. Todo sacramento, a su modo, es la presencia de Cristo en su Iglesia: en todo sacramento la Iglesia realmente encuentra a su Señor. El matrimonio es la presencia del amor de Cristo que se entrega a Sí mismo en la Cruz. Es el amor de Cristo que viene a poner su morada a través del signo del amor conyugal. Esta reflexión nos lleva a una ulterior profundización en nuestro tema.
La fe de la Iglesia nos enseña que la presencia más perfecta del amor de Cristo, que se entrega a Sí mismo, se da en la Eucaristía, en la celebración eucarística. Ella confía su amor a todo hombre, a fin de que llegue a ser partícipe. “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”: el cuerpo de Cristo en cuanto inmolado, en su entregarse completamente. “Esta es mi Sangre, derramada por todos vosotros”; la efusión de su sangre para que el hombre sea verdaderamente, profundamente purificado y reciba precisamente el corazón nuevo de quien es la Nueva Alianza.
Entonces, de inmediato, viene a nuestra mente una reflexión: entre la Eucaristía y el Matrimonio, más concretamente, entre la celebración de la Eucaristía y el estado/vocación conyugal existe una relación bastante más profunda. De hecho, la Eucaristía es el amor de Cristo, que se entrega a Sí mismo en la Cruz, el sacrificio de Cristo, presente realmente en la Iglesia, para que ella permanezca en El, ponga sus raíces en El cada vez más profundamente. El sacramento del matrimonio, como hemos visto, es la participación en el amor de Cristo, que se entrega a Sí mismo en la Cruz, de parte del amor conyugal. De ahí que la consecuencia es que la conyugalidad cristiana encuentra su fuente en la Eucaristía. No se puede vivir en verdad el estado conyugal sin una continua, profunda vida y contemplación eucarística.
Ahora, pues, podemos hacer una primera síntesis conclusiva de nuestro discurso. Habíamos partido de una pregunta: ¿cuáles son los últimos fundamentos, las fuentes más profundas de la familia? Y hemos construido nuestra respuesta del siguiente modo:
* La fuente, el fundamento debe buscarse en el encuentro de la libertad del hombre con la libertad de Dios: en el acontecimiento misterioso del encuentro de estas dos libertades.
* Ya que la comunión conyugal está en la base de la familia, hemos intentado ver en qué fundamenta la comunidad familiar su raíz a través del sacramento del matrimonio: cómo acontece el encuentro de las dos libertades.
* Hemos descubierto un fundamento cristológico a través del sacramento del matrimonio, la familia se funda y pone su raíz en el acto de donación que realiza Cristo en la Cruz. Hemos descubierto un fundamento pneumatológico: a través del sacramento del matrimonio, la familia se fundamenta y se enraíza en la presencia del Espíritu, que mora en el corazón de los esposos e infunde en ellos el amor, Y hemos descubierto un fundamento eucarístico: en la participación real (no solo ritual) de la Eucaristía, los esposos reciben el Espíritu, que les comunica la caridad de Cristo.
Llegados a este punto, podemos decir que hemos concluido la primera parte de nuestra reflexión. Temo, a pesar de ello, que pueda surgir en vosotros un equívoco tal que, si no se aclara, amenace impedir vuestra comprensión. El equívoco sería que hasta ahora no hemos hablado... del matrimonio real, sino sólo del matrimonio ideal. Me explico. La explicación precedente simplemente se proponía explicar qué significa: “el matrimonio es un sacramento”. Pero, ¿de qué matrimonio está hablando la Iglesia cuando dice que es un sacramento? Muy simple: de el concreto y cotidiano matrimonio. Vuestro matrimonio: esto es, sus cotidianos sufrimientos y sus cotidianas alegrías; sus preocupaciones y sus esperanzas; sus angustias y sus entusiasmos; su cansancio y sus fervores. Esta cotidiana y concreta vicisitud ha sido asumida y vivificada: es el sacramento del matrimonio. Es la carne en la que toma cuerpo aquella comunión conyugal que mediante la Eucaristía se enraíza por el don del Espíritu en la auto-donación de Cristo.
Existe ciertamente un hecho que es real y que puede dar pie al equívoco. En el momento en que la comunión conyugal toma cuerpo en la concreta historia de el matrimonio, se puede sentir el surgir de contrastes o al menos de dificultades. Advertir el contraste entre aquello que Pablo llama la carne y lo que llama espíritu. Es dentro de esta experiencia donde descubrimos más profundamente el inicio, la dimensión más existencial de aquellos tres fundamentos de los que hemos hablado. Son estos fundamentos las fuerzas divinas que actúan y que con mucho son las más potentes en las dificultades. Inmensamente mucho más fuerte que la dureza del corazón es la gracia del Espíritu, su consuelo es más consolador ante todo dolor.
2. DEL MATRIMONIO A LA FAMILIA
Obviamente, la familia no se agota en el matrimonio. El “nosotros” conyugal se expande en el “nosotros” de la familia a través del don de la vida: la generación y la educación de la nueva persona. Por lo tanto, nuestra reflexión debe ahora completarse. Hemos de ver cuáles son los fundamentos, las raíces sobre las que se basa este “paso” de la comunidad conyugal a la comunidad familiar. Dado que la generación y la educación de la nueva persona es este “paso”, hemos de ver concretamente cuáles son los últimos fundamentos de este acontecimiento admirable de la educación y generación de una nueva persona humana, de la constitución de la familia.
Inicio este nuevo punto de mi reflexión, llamando vuestra atención sobre una experiencia muy profunda que ha vivido cada progenitor. Cuando dos esposos, en su amor, desean tener un hijo, ellos no saben y no pueden saber quién será su hijo, quién será precisamente la nueva persona que será concebida. Simplemente ellos quieren un niño/una niña: y nada más que esto. Ellos saben y contemplan quién es su hijo sólo cuando la madre, por vez primera, le mira su rostro, después del nacimiento, y exclama: “éste es mi hijo”, y no aquel otro niño vecino, nacido ayer. Usando un vocabulario un poco más filosófico: la identidad propia, la irrepetible unicidad de la nueva persona humana, su absoluta insustituibilidad no se decide por el hombre y la mujer que lo han concebido. Entonces, ¿por quién se ha decidido?; ¿quién ha decidido que viniese a la existencia aquella persona humana y no otra entre las innumerables personas humanas posibles? Entendéis vosotros que estamos planteando la más profunda pregunta humana: ¿quién o qué cosa está en el origen de mi ser?
La fe de la Iglesia da una respuesta estupenda. En el origen de la nueva persona humana no está la casualidad: nadie de entre nosotros ha venido a la existencia por casualidad; no existe la necesidad ciega: nadie de nosotros ha venido a la existencia por necesidad. En el origen está la libre decisión de la voluntad de Dios de hacernos existir: está un acto creador de Dios. Cada uno de nosotros, antes de ser concebido en el seno de una mujer, ha sido concebido en el corazón de Dios. Y aquí descubrimos el principal fundamento de la familia; está enraizada y fundada en el amor creativo de Dios.
Cierto, en el origen de toda persona humana está un acto creador de Dios y un acto humano de concepción: toda persona es creada y concebida. Las dos actividades, la creativa y la generativa, son ordenadas jerárquicamente según una relación de subordinación de la generación humana a la creación divina. Esta relación, como os decía, pone la raíz y funda la familia en Dios mismo creador. Ello tiene una enorme importancia desde muchos puntos de vista.
En primer lugar, esta relación nos hace descubrir la verdad íntima de la sexualidad conyugal. La cual está orientada a cooperar con el amor creador de Dios. La sexualidad conyugal es el templo santo, en el que Dios celebra la liturgia de su amor creador. La fertilidad humana, por tanto, no es sólo un dato biológico. Tiene en sí un misterio que la trasciende, ya que es el espacio abierto en el universo para el acto creador de Dios.
En segundo lugar, la relación entre acto creador y acto de la concepción se introduce en el misterio de la genealogía de la persona. Ciertamente, la paternidad y la maternidad humana son enraizadas en procesos biológicos y la genealogía de la persona, como la de todo viviente, tiene una genealogía regulada por leyes naturales. Sin embargo, en la biología de la persona, que ha sido concebida, se inscribe la realidad de un misterio: la presencia del Dios tres veces santo que le da el ser. Es por esto por lo que, según el autor de la carta a los Efesios, cada generación humana tiene su raíz en el mismo modelo original de la Paternidad divina. De lo que se deduce que toda persona humana que viene a la existencia es un don siempre nuevo, que, en primer lugar, viene realizado para sus progenitores, y a través de ellos para la humanidad. Ahora bien, no se puede disponer de un don como si fuese cualquier cosa que es debida, cualquier cosa para la que tenemos derecho por tener necesidad de ella para nuestra propia realización personal. Cada persona es portadora de un proyecto, de una misión. Es querida por sí misma.
Meditando sobre el misterio de la genealogía de la persona, hemos descubierto el primer fundamento de la familia: la familia está fundada y tiene su raíz, en primer lugar, en el mismo misterio de la potencia, de la sabiduría y del amor creador de Dios. A este fundamento lo llamamos fundamento teológico.
Quisiera ahora ayudaros a descubrir otro fundamento estrechamente unido al precedente. La genealogía de la persona no se acaba en la generación. Continúa en su educación, al igual como el acto creador continúa en la permanente conservación de la nueva persona creada. Debemos, pues, descubrir una nueva dimensión de la genealogía de la persona.
El acto creador de Dios pretende realizar una misteriosa decisión divina; la decisión de llamar al hombre a ser partícipe de la misma vida trinitaria. Nos ha predestinado a ser conformes a la imagen del Hijo (cfr Ef. 2). El proyecto de Dios creador sobre toda persona humana tiene un nombre: se llama Jesucristo. Cada persona humana ha sido creada en Cristo y en vistas a Cristo, verdad plena de la persona humana. En esta visión descubrimos que el Verbo encarnado ha sido predestinado a ser “el primogénito de muchos hermanos”. Mediante su ofrecimiento en la Cruz, El reconstruye la unidad de la familia humana: de su costado desgarrado nace la Iglesia. Dios crea a toda persona para que llegue a ser partícipe de la filiación divina del Verbo; para que en cada uno se cumpla la plenitud que es Cristo. La realización de este diseño es la Iglesia; una realización que alcanza su momento más álgido cuando celebramos la Eucaristía. La Eucaristía se celebra a fin de que llegue a ser, se constituya la Iglesia.
La persona humana descubre esta su eterna predestinación en la fe que nace del anuncio del Evangelio y se nutre en la Iglesia. La educación es aquel proceso mediante el cual la persona humana es llevada a su plenitud, la plenitud que es Cristo y que en consecuencia se realiza en la Iglesia. Ahora bien, es conocido por todos que la Iglesia no bautiza a ningún niño contra la voluntad de sus progenitores al igual como ningún niño puede ser bautizado si no se presume que sus progenitores podrán luego educarlo en la fe.
La persona humana, apenas nacida, no puede entrar en el Reino sin la mediación de la Iglesia: ha de inserirse en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, a través del Bautismo. De este modo, se da como un impulso o movimiento del hombre hacia la Iglesia: la humanidad se integra, generación tras generación, en la Iglesia. Sin embargo, la persona, apenas nacida y bautizada, tiene el derecho de ser educada en la fe de la Iglesia. Y esta educación es competencia originaria de los progenitores. De este modo se tiene como un impulso o movimiento de la Iglesia hacia la generación humana.
Descubramos, finalmente, el segundo fundamento de la familia. La familia tiene su raíz en la Iglesia en el sentido de que la Iglesia explica su maternidad a través de los dos progenitores; la maternidad de la Iglesia engendra a cada creyente, a través de la educación en la fe, realizada por los progenitores. En la genealogia-educación de la persona está presente el misterio de la Iglesia. A este fundamento lo llamamos fundamento eclesiológico. Ello ha sido expresado con la acostumbrada profundidad y claridad de santo Tomás cuando escribe: “Algunos conservan y propagan la vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual, que compete al sacramento del orden. Otros lo hacen en cuanto a la vida, al mismo tiempo corporal y espiritual, lo que tiene lugar con el sacramento del matrimonio, en el que hombre y mujer se unen para engendrar a la prole y educarla para el culto de Dios” (Summa contra gentes IV, 58).
Podemos, por ello, concluir ahora este segundo momento de nuestra reflexión. Hemos descubierto un fundamento teológico, cristológico, pneumatológico-eucarístico y eclesiológico de la familia. Podemos en consecuencia intentar ofrecer una visión más unitaria, después de esta reflexión analítica.
La familia, fundada en el matrimonio, es uno de los lugares fundamentales en los que resplandece la Gloria de Dios: del Dios creador que da la vida a fin de que la persona humana llegue a ser partícipe de la misma caridad de Cristo, mediante el don del Espíritu Santo.
3. “NO OS CONFORMÉIS CON LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO”
El último punto de mi reflexión nace de una constatación obvia, pero que presenta un problema muy serio.
Los esposos viven el misterio de su matrimonio, la vida de su familia en el contexto de una cultura, de una sociedad muchas veces contraria a la visión cristiana. ¿Cómo vivir en esta situación? En esta parte de mi reflexión quisiera responder a esta pregunta.
En primer lugar, hemos de tener una visión lúcida de la situación real en la que nos encontramos o hacia la que estamos caminando. Pretendo presentar un esbozo, señalando aquellas que me parecen las tres características fundamentales de la “cultura” del mundo, al que no hemos de conformarnos.
3. 1. La cultura de la separación. Parece que la visión actual del mundo sea la consecuencia de un “sistema” de separaciones pensadas previamente y después vividas. En este sentido he dicho “cultura de la separación”. Se ha empezado por una separación en el interior de la persona, del cuerpo de la persona humana reconducida exhaustivamente a su libertad. Esto es: a la pregunta de “quién es la persona humana”, progresivamente se ha ido construyendo la respuesta: es su libertad. El cuerpo no forma parte en la constitución de la persona. Es “materia” de la que puede disponer según sus proyectos. En otras palabras. La expulsión en la constitución de la persona de su cuerpo (=el cuerpo no es la persona) ha tenido como efecto inmediato su despersonalización, su “cosificación” como dicen los sociólogos. Despersonalizado, el cuerpo humano ya no tiene una diversidad cualitativa frente a otros cuerpos, que utiliza el hombre como material para su actividad, que concluye con la producción de bienes de consumo. La única condición es que te apetezca libremente hacerlo.
Esta primera separación ha engendrado por lógica necesidad otras dos; la separación en la sexualidad del amor y la separación en la procreación de la sexualidad.
La primera. En una visión dualista de la persona, no hay posibilidad de entender la sexualidad como lenguaje de la persona, porque precisamente no es posible contemplar el cuerpo-persona ni la persona-cuerpo. La sexualidad es simplemente una realidad a disposición de la libertad, que decide qué significado atribuirle. No es un lenguaje original, dotado de un significado propio: no es una partitura musical. Es una página en blanco sobre la que la libertad escribe lo que quiere. Puede ser un juego; puede ser una función biológica a prestar (o vender o alquilar); puede ser fuente de realización de los propios deseos. Nada más.
La segunda. Faltaba, sin embargo, un hecho malo: la sexualidad es capacidad creadora. Y este hecho, terco como todos los hechos, podía oponerse al libre proyectarse de la persona, al uso libre de la propia sexualidad. El ideal sería poder decidir libremente cuándo poseer una sexualidad procreadora o no. Por ello, se entiende por qué el descubrimiento de la contracepción química ha sido es reconocida como la definitiva liberación de la sexualidad humana.
Y damos ahora un paso adelante. Separando la sexualidad del amor, separando la procreación del amor y, en consecuencia, el amor de la procreación, se ha puesto la base fundamental para la eliminación completa de la institución matrimonial y familiar. Reflexionemos atentamente. Si se acepta este sistema de separación, es posible aún dar una definición que no sea puramente formal del matrimonio y la familia? ¿Comunión entre hombre y mujer? ¿Y porqué no entre dos mujeres/dos hombres? Ante la procreación y educación de nuevas personas humanas, ¿porqué no vivir una amistad-relación homosexual? ¿Porqué no se tiene derecho a tener un hijo siendo solteros? En una palabra: no existe una verdad del matrimonio y de la familia. Cada uno la inventa Y precisamente esto es lo que ha acontecido en los últimos tiempos.
3. 2. La crisis de la verdad. La última afirmación nos introduce en otro momento de nuestra lectura crítica. En la Carta a las Familias del Santo Padre Juan Pablo II, en el n° 20, se afirma que la cultura, en la que vivimos, está enferma. ¿Cuál es su enfermedad? La “crisis de la verdad” (ibid., no 13). Y ¿qué significa “crisis de la verdad”? En primer lugar, significa crisis de conceptos: los términos “amor”, “libertad”, “don sincero”... no significan ya nada. Son recipientes vacíos, que cada uno llena de los contenidos que quiere. Con ello hemos caído en una “babel” total: ¿no se llama “libertad y responsabilidad” incluso a la muerte del inocente en el aborto? Mas, “crisis de la verdad” significa algo aún mucho más profundo.
Es la negación de que exista una verdad sobre el hombre sin que no sea una simple creación de la libertad del hombre: es el gran tema de la Veritatis splendor. Es el puro relativismo la verdadera enfermedad mortal de nuestra cultura. ¿Por qué? Porque si yo elevo mi libertad a ser como norma suprema de lo que es verdadero o falso, si niego que antes de mi libertad nada pueda existir que la juzgue, el hombre se encierra en la prisión de su subjetividad, dentro de la cual no puede encontrar más que la muerte espiritual. Es como si uno cosiera, pero sin hacer ningún nudo al hilo; continua dando vueltas sin concluir nada. Esta es la esencia de la desesperación.
3. 3. El rechazo del misterio. La última observación nos introduce en un tercer momento de nuestra lectura crítica. “El racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del hombre, macho y hembra, ni siquiera quiere reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo” (Carta a las Familias, 19).
La Iglesia, e incluso la recta razón, han percibido siempre en la sexualidad humana, en el amor, en el matrimonio, la presencia de una realidad, que no era simplemente humana. Una realidad que pedía ser respetada, venerada. El resultado es la imposibilidad de lo imprevisto, de lo nuevo. Esto es: el aburrimiento. Y entonces se comprende cómo la cultura moderna tenga necesidad de todo un sistema de estímulos cada vez más fuertes para vivir la sexualidad: esta es un bien de consumo que, usado, engendra solo aburrimiento.
En esta situación cultural se les pide a los esposos cristianos una gran vigilancia para “no conformarse a la mentalidad de este mundo”, a fin de ejercitar siempre una profunda crítica, más con los hechos que con las palabras, frente a esta cultura. Es, sobre todo, con la educación de la conciencia hacia la verdad del Misterio, como se puede transformar esta situación.
Llegado a este punto mi reflexión debe concluir, ya que otras reflexiones son necesarias para ayudar a los esposos a dar cuerpo en este mundo al “gran misterio” de su matrimonio: la reflexión política, social, económica.
CONCLUSIÓN
Dice una oración litúrgica: Infunde sobre ellos (los esposos) la gracia del Espíritu Santo, a fin de que en virtud de tu amor derramado en sus corazones, perseveren fieles en la alianza conyugal”. Este es el gran milagro que todavía puede desconcertar al mundo: la efusión del Espíritu que haga que el hombre y la mujer sean capaces de amar. Allí donde existe el verdadero amor, el hombre y la mujer descubren el Misterio mismo de Dios y hacen resplandecer la única Belleza verdadera, que atrae al hombre hacia la Salvación.
|