PEREGRINACION A LORETO
15 de junio de 1996
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Nos encontramos junto al lugar donde ocurrió el acontecimiento que lo cambió todo en nuestra condición humana: entre estas cuatro paredes tuvo lugar la suprema «sorpresa». Por eso nuestra celebración de la Eucaristía es la síntesis de todas nuestras catequesis. Volveréis a oír cosas que ya habéis oído, para que sean como una morada en la que situar vuestra persona, para siempre.
1. «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo».
Así describe san Pablo lo que sucedió entre estas cuatro paredes: aquí el tiempo llegó a su plenitud, porque aquí el Padre envió a su Hijo.
¿Qué significa que «el tiempo llegó a su plenitud»? Hemos reflexionado largamente sobre esta experiencia del tiempo en nuestras primeras catequesis: el tiempo es una dimensión esencial de nuestra existencia. En virtud de él, nuestra vida está como extendida en una serie de momentos, cada uno de los cuales está como suspendido entre un pasado que ya no existe y un futuro siempre incierto que todavía no existe. Esta condición nos hace sentir una especie de fragilidad profunda presente en todas nuestras experiencias: una libertad frágil que puede convertirse en esclavitud, un amor frágil que puede convertirse en egoísmo, una alegría frágil que puede convertirse sólo en placer. En una palabra: una vida frágil expuesta continuamente al sinsentido, a la muerte.
Pero es precisamente esta condición nuestra de estar inmersos en el discurrir del tiempo la que nos obliga, al menos en algún momento de nuestra vida, a plantearnos algunas preguntas fundamentales: ¿estará siempre toda mi vida sumergida en este inexorable paso del tiempo? ¿No es posible vivir en plenitud la propia libertad, la propia alegría, el propio amor sin que el hambre insaciable del tiempo los devore? Sabéis que una de las respuestas, cada vez más extendida hoy en día y contra la que quiero preveniros, a estas grandes preguntas es la teoría de la reencarnación.
La verdadera respuesta se dio entre estas cuatro paredes: el tiempo en que vivimos se cumplió por el hecho mismo de que Dios se metió en nuestra historia. Eternidad y tiempo entraron aquí en colisión, no mediante una explosión, sino mediante un abrazo y un diálogo. ¿Qué significa esta «colisión» entre eternidad y tiempo? Significa que puedes encontrar la eternidad permaneciendo en el tiempo: es decir, viviendo tu experiencia humana puedes encontrar a Cristo que te da la plenitud de la vida. El tiempo, tu tiempo, ha alcanzado su plenitud porque Dios envió, en esta casa, a su Hijo unigénito.
No debes entender todo esto de la siguiente manera: el Hijo de Dios vino a enseñarme cómo debo ser libre (las reglas de la libertad), cómo debo amar (las reglas del amor), cómo debo vivir (las reglas de la vida). Y nada más. El Hijo de Dios no vino principalmente para esto: lo hemos dicho muchas veces en nuestras catequesis. Vino a experimentar nuestra misma condición humana y al compartirla (nuestra condición humana) fue cambiada. En esta casa se reveló la «compasión» de Dios: se conmovió por cada uno de nosotros porque nos vio a cada uno en una condición no adecuada a nuestra dignidad. Descendió para darnos el don de su vida. Escuchad cómo describe todo esto san Agustín:
«Nosotros amémosle, porque Él nos amó primero. En efecto, ¿cómo le íbamos a amar si no nos hubiese amado Él antes? Al amarle nos hemos hecho amigos de Él, pero Él nos amó cuando éramos sus enemigos, para hacernos sus amigos. Él nos amó primero y nos otorgó amarle a Él. Aún no le amábamos; amándole nos volvemos bellos.
¿Qué hace un hombre deforme y de rostro contrahecho, si llega a enamorarse de una mujer hermosa? ¿O qué hace una mujer deforme, contrahecha y negra si se enamora de un hombre bello? ¿Acaso llegará a convertirse en bella a fuerza de amarle? ¿Acaso también Él podrá convertirse en bello a fuerza de amarla a ella? Se ha enamorado de una mujer bella y cuando se mira en el espejo se avergüenza de levantar sus ojos hacia esa mujer hermosa de la que se ha enamorado. ¿Qué puede hacer para volverse bello? ¿Esperar que le llegue la hermosura? De ningún modo, pues, mientras espera, le sobreviene la vejez y le vuelve más feo. No hay, pues, nada que hacer, no hay otro consejo que darle, sino éste: tiene que renunciar y, siendo tan desigual a ella, no osar amarla; o, si tal vez la ama y la quiere tomar por esposa, ame en ella la castidad, no la forma física.
Por el contrario, hermanos, nuestra alma, que se ha hecho fea por la maldad, se vuelve bella amando a Dios. ¿Qué clase de amor es ese que devuelve la hermosura al alma que ama? Distinto del alma, Dios es siempre hermoso, nunca deforme, nunca sujeto a cambio. El que siempre es hermoso nos amó el primero y ¿cómo éramos cuando nos amó, sino feos y deformes? Pero si nos amó no fue para dejarnos en nuestra fealdad, sino para transformarnos y, de deformes, hacernos bellos. ¿Cuándo llegaremos a ser bellos? Amando a quien siempre es bello. La belleza crece en ti en la misma proporción en que crece tu amor, puesto que la caridad misma es la belleza del alma. Nosotros amémosle porque él nos amó primero. Escucha al apóstol Pablo: Dios nos mostró su amor en el hecho de que, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros, Él, justo, por nosotros impíos; Él, hermoso, por nosotros feos. ¿Cómo descubrimos que Jesús es hermoso? El más hermoso entre los hijos de los hombres, en tus labios se ha derramado la gracia. ¿De dónde le viene el ser bello, el más hermoso entre los hijos de los hombres? De aquí: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Sin embargo, como asumió la carne, en cierto modo asumió tu fealdad, es decir, tu condición mortal, para adaptarse a ti, conformarse a ti y excitarte a ti a amar la belleza interior […]
Ya tienes esa belleza, pero no te mires a ti mismo, no sea que pierdas lo que recibiste; mira a quien te hizo bello. Sé bello precisamente para que él te ame. Tú, por tu parte, centra toda tu mirada en Él, pide caer en sus brazos, teme alejarte de él, corre hacia Él, a fin de que permanezca en ti el amor casto que permanece por los siglos de los siglos. Nosotros amémosle, pues él nos amó primero (In Io. Ep. 9,9)».
2. Pero ahora debemos preguntarnos: ¿cómo fue esto posible? Fue posible porque una mujer consintió en que el tiempo alcanzara su plenitud: entre estos muros resonó el sí, resonaron aquellas inmensas palabras. «Hágase en mí según tu palabra» ¿Que se haga qué? Que el Hijo de Dios venga a habitar entre nosotros. «Hágase en mí según tu palabra»: este es el lenguaje supremo, sublime, de la libertad de la criatura. Al decir estas palabras, Ella presentó en primer lugar al Señor un cuerpo puro. Sin entrar en los misterios de la generación humana, ofrecía su virginidad, como un campo no arado por el hombre, para que fuera pura disponibilidad para el Señor: María se dejó modelar completamente. Por medio del don de su cuerpo, para que todo sucediera en él según la palabra que le había dicho el ángel, María se dio a sí misma: fue este don, en este don, donde el tiempo alcanzó su plenitud. No nos cansemos nunca de «naufragar» en este «mar», en el mar del consentimiento dado por María para que se realizase la obra de Dios en cada uno de nosotros.
Ella, en primer lugar, te revela la grandeza, el misterio de tu dignidad de persona libre: la grandeza de tu libertad. Escucha lo que dice un padre de la Iglesia:
«Porque tú no hiciste a Dios, sino que él te hizo. Y si eres obra de Dios, contempla la mano de tu artífice, que hace todas las cosas en el tiempo oportuno, y de igual manera obrará oportunamente en cuanto a ti respecta. Pon en sus manos un corazón blando y moldeable, y conserva la imagen según la cual el Artista te plasmó; guarda en ti la humedad, no vaya a ser que, si te endureces, pierdas las huellas de sus dedos. Conservando tu forma subirás a lo perfecto; pues el arte de Dios esconde el lodo que hay en ti. Su mano plasmó tu ser, te reviste por dentro y por fuera con plata y oro puro, y tanto te adornará, que el Rey deseará tu belleza (Sal 44,12). Mas si, endureciéndote, rechazas su arte y te muestras ingrato a aquel que te hizo un ser humano, al hacerte ingrato a Dios pierdes al mismo tiempo el arte con que te hizo y la vida que te dio: hacer es propio de la bondad de Dios, ser hecho es propio de la naturaleza humana. Y por este motivo, si le entregas lo que es tuyo, es decir tu fe y obediencia a él, entonces recibirás de él su arte, que te convertirá en obra perfecta de Dios.
Mas si rehúsas creer y huyes de sus manos, la culpa de tu imperfección recaerá en tu desobediencia y no en aquel que te llamó: él mandó a quien convocara a su boda: quienes no obedecieron, por su culpa se privaron de su cena regia (Mt 22,3). A Dios no le falta el arte, siendo capaz de sacar de las piedras hijos de Abraham (Mt 3,9); pero aquel que no se somete a tal arte, es causa de su propia imperfección. Es como la luz: no falta porque algunos se hayan cegado, sino que la luz sigue brillando, y los que se han cegado viven en la oscuridad por su culpa. Ni la luz obliga por la fuerza a nadie, así como Dios a nadie somete por imposición a su arte […]
Sujetarse a Dios es el descanso eterno. Por eso quienes huyen de la luz tendrán un puesto digno de su fuga, y quienes huyen del descanso eterno también tendrán la morada que merecen los desertores. En Dios todo es bien, y por eso quienes por propia decisión huyen de Dios, a sí mismos se defraudan y privan de sus bienes. Y por ello quienes a sí mismo se han defraudado en cuanto a los bienes de Dios, en consecuencia caerán en su justo juicio. Quienes se escapan del descanso, justamente vivirán en su castigo, y quienes huyeron de la luz vivirán en tinieblas» (San Ireneo, Adversus haereses, libro IV, 39)
Tu libertad no concierne sólo, ni principalmente, a las cosas y acontecimientos creados: en tu libertad te mides directamente con Dios.
Ahora bien, hoy hay muchos falsos maestros, verdaderos mercaderes de desesperación y de muerte, que quieren matar en vuestro corazón este profundo aprecio de vuestra libertad, apagar en vosotros el esplendor de la libertad que ha brillado tan singularmente entre estas cuatro paredes. ¿Quiénes son estos falsos maestros, a menudo muy poderosos porque poseen los grandes medios de comunicación social? Los reconoceréis por ciertos signos.
Son aquellos que cuando les preguntáis «¿qué puedo saber?» os responden: nada cierto. No existe una verdad, sino que todas las opiniones y su contrario tienen el mismo valor. De este modo, os arrancan del terreno de la libertad, de la sujeción a la razón, para someteros a quienes tienen el poder de imponer su opinión.
Falsos maestros son los que, cuando les preguntáis «¿qué debo hacer?», os responden: lo que te sea útil o placentero. No existe una verdadera distinción entre el bien y lo justo, por un lado, y la utilidad, por otro. De este modo os arrancan del terreno de la grandeza espiritual, para haceros conformistas con la opinión que de vez en cuando cuenta con el sufragio de la mayoría.
Falsos maestros son aquellos que, cuando les preguntáis «¿qué tengo derecho a esperar?», os responden: nada de eterno y de infinito. De este modo apagan en vosotros el deseo más profundo que constituye toda vuestra nobleza: el deseo de dicha.
Mercaderes de la desesperación y de la muerte porque os hacen relativistas, conformistas, cínicos. En una palabra: desesperados peregrinos de la nada.
Dejémonos invadir por la luz que emana de esta casa: la luz del sí de María, que os revela lo que significa verdaderamente ser libres.
La página del Evangelio remite a otras dos páginas: la tentación de Eva y la lucha del dragón contra la Mujer que está dando a luz.
La mujer es la «obra maestra» de la creación: el Padre de la mentira se ensaña contra ella porque, al vencer en ella, ha desfigurado toda la creación. Que el Señor nos conserve intacto el misterio y el misterio de la mujer, de toda mujer.
ORACIÓN DE LORETO
Oh Madre de Cristo, hemos venido a tu Casa: es el lugar donde pronunciaste tu sí a la llamada. Te saludamos, con todo el afecto de que somos capaces, con las mismas palabras que en esta casa escuchaste por primera vez: «Ave, oh llena de gracia, el Señor es contigo». Y lo repetimos en nombre de todos los jóvenes de la archidiócesis de Ferrara-Comacchio, en un compromiso de fe y de amor, a las puertas del tercer milenio, iluminados por tu ejemplo, Virgen pura, que abriste las puertas de la historia al Verbo de Dios en esta casa, con la fe en la Palabra, con tu materna cooperación.
Hemos venido a ti, porque eres nuestra madre: madre a la que ahora abrimos nuestro corazón con plena confianza. No desprecies nuestra pobre oración, de nosotros, que somos tan frágiles, pero que llevamos en el corazón grandes deseos: el deseo de amar y de ser amados, el deseo de ser plenamente libres, el deseo de la verdad, el deseo de una dicha plena. Ayúdanos a vencer todas las desesperaciones, a liberarnos del desaliento y, sobre todo, cúranos de la indiferencia. Líbranos de la derrota y del error, defiéndenos del desprecio a la vida, del miedo al futuro.
En este lugar donde tu amor puro se ha abierto plenamente a la llamada del Señor, haznos plenamente disponibles para seguirle en el camino que Él nos ha preparado: bien en la santidad del amor conyugal, bien en la extraordinaria belleza de la consagración virginal.
Así sea, oh Madre de Cristo y Madre nuestra.
[Sólo el Arzobispo] Madre bendita: Tu Hijo me ha confiado a estos jóvenes y a todos los jóvenes de la Santa Iglesia de Ferrara-Comacchio. Te pido que veles por cada uno de ellos. Madre de la Iglesia de los jóvenes: en esta casa les has enseñado lo que es el Amor que se entrega. Ruega para que en su corazón descienda ahora la plenitud del Espíritu Santo. Amén
Traducción de José Antonio Santiago
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