versión española  

 
italiano
english
español
français
Deutsch
polski
한 국 어


ENCUENTRO CON LOS JÓVENES «ME AMÓ Y SE ENTREGÓ POR MÍ»
Iglesia Catedral de Ferrara, 9 de marzo 1996

[ ]

 

Romanos 5, 6-10

6En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; 7ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; 8pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. 9¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvados del castigo! 10Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!


Recordemos el camino recorrido: Cristo nos hace a cada uno, en la persona del joven rico, una propuesta de vida, uniéndola a una promesa: el céntuplo inmediatamente y la vida eterna (catequesis 1); ante esta propuesta, nos preguntamos si es más razonable aceptarla o más razonable no aceptarla (catequesis 2); vimos después lo que significa aceptarla, es decir, creer (catequesis 3); y lo que significa no aceptarla, es decir, no creer (catequesis 4).

Esta tarde damos un paso adelante y nos preguntamos: «¿En qué cree el que cree? ¿Qué cree realmente el hombre de fe?». Cree, fundamentalmente, que ha sucedido un hecho, un acontecimiento dentro de nuestra historia humana, aquel del que hablaba san Pablo en el pasaje que ha sido leído: Jesucristo murió por nosotros y resucitó para darnos su vida.

Quien cree, por tanto, no cree ante todo en una doctrina (esto sólo viene después), sino en un hecho que ha ocurrido en este mundo, en medio de nosotros, en nuestros caminos. Ahora debemos intentar comprender qué es este hecho: Cristo murió por nosotros y resucitó para nuestra vida.

Uno de los más grandes libros escritos -en mi opinión- en este siglo, es el de un escritor inglés converso, C. S. Lewis, y el título del libro es un poco singular, Cartas del diablo a su sobrino. ¿De qué trata? El diablo jefe envía a un diablo todavía inexperto, cuyo nombre exacto es Orugario, a tentar a un joven, un joven como vosotros. Por supuesto, Orugario, al ser la primera vez que se le confía semejante tarea, necesita constantemente el consejo del diablo mayor, más experimentado. Así que hay una correspondencia entre el viejo diablo y el joven Orugario, en la que el viejo le enseña qué hacer para tentar a este joven, a qué debe tentarlo, y, como las tentaciones a veces salen mal, Orugario le pregunta en qué se equivocó. Hacia el final de la novela, Orugario se da cuenta de que probablemente el joven se le está escapando y por eso escribe al viejo diablo y le dice: «Me gustaría saber, en pocas palabras, qué es lo que nos enfrenta a Él». En la novela, cuando se dice «Él», se entiende el Señor. Orugario pregunta por qué los demonios no se llevan bien con Él. El viejo diablo le responde: «Por fin, una pregunta inteligente.... Él tiene como objetivo algo que es contradictorio en sí mismo, querido Orugario, y es esto: las cosas, dice Él, deben ser ciertamente muchas, y sin embargo, de alguna manera, una sola. En pocas palabras Orugario, para nosotros una cosa no es otra. Este es el axioma fundamental del infierno; y especialmente un yo no es otro yo; pero para Él, para el adversario, el bien de un yo debe ser el bien de otro yo. ¿Y sabes cómo se llama esta estúpida imposibilidad? Amor». ¡Esta estúpida imposibilidad de que el bien de uno consista en el bien de otro!

Para tomar conciencia de lo que creemos cuando decimos «Cristo murió por nuestros pecados», tenemos que comprender esta lógica de Dios, esta especie de contradicción que es la lógica del amor.

¿Os habéis enamorado alguna vez? Si os habéis enamorado, ¿qué os ha sucedido? Uno que se enamora ve, descubre, en la otra persona una belleza, una bondad, una cualidad particular, y se siente atraído, fascinado por ella. Así que hay algo en la persona que atrae. No hablo sólo de atracción física o psíquica, sino también espiritual, y uno se deja apresar por esta fascinación.

¿Es también así para Dios, cuando decimos que Dios nos ama? No, no es así, porque el amor que Dios nos tiene no es consecuencia de algo en nosotros que le atraiga. Es lo contrario: si hay algo bueno en nosotros, es porque Dios nos ama. En otras palabras -estamos fuera de toda lógica nuestra, estamos en esa «estúpida imposibilidad»-, Dios no nos ama porque seamos dignos de ser amados, sino que somos dignos de ser amados porque Él nos ama. Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que somos buenos porque Dios nos ama. No hay nada que explique por qué Dios nos ama. ¿Sabéis cómo se llama esta lógica del amor de Dios? Gratuidad. La gratuidad se da cuando en el amor no hay otra razón que el amor mismo. ¿Por qué Dios nos ama? No porque tengamos esto o aquello, sino simplemente porque nos ama. Su amor ni siquiera puede estar condicionado por nuestra respuesta, porque Él nos ama de todos modos. Nosotros no tenemos la experiencia de esa gratuidad: ningún amor humano es tan gratuito. Hemos descubierto, pues, una gran dimensión de la lógica del amor de Dios: ¡la gratuidad!

Pero esto no es todo; es más, ni siquiera es lo más importante. Imaginaos que vais al hospital y veis a un niño que ha perdido un brazo a causa de un grave accidente. Os detenéis ante esa cama, ante esa criatura, y en ese momento, ante ese sufrimiento, vivís una experiencia extraordinaria. En primer lugar pensáis que es una desgracia porque la gente debe tener dos brazos. Pero en el momento en que pensáis esto, nace dentro de vosotros una profunda conmoción, una participación en su condición, en su destino. ¿Sabéis cómo se llama esta actitud? Tiene un nombre algo maltratado, gastado en nuestro vocabulario actual: ¡compasión! La compasión es un juicio de nuestra mente; es una participación en el destino de una persona. De ahí que, dentro de vuestra mente, comienza una profunda conmoción, hasta el punto de que, si de vosotros dependiera, devolveríais inmediatamente a esa persona a su condición normal.

La segunda y más central lógica del amor de Dios es la compasión. ¿Qué significa que el amor de Dios es un amor de compasión? Que Dios nos ve en una condición en la que no deberíamos estar: la de personas condenadas a muerte. En ese mismo momento, en el que Dios nos ve así, en su corazón comienza una honda conmoción, una profunda participación en nuestro destino. La Sagrada Escritura llama misericordia a esta compasión de Dios. Esta es la misericordia de Dios. Aquí, sin embargo, las cosas se complican para el Señor: ¿cómo puede Él participar en nuestro destino? De una sola manera: tomando nuestra misma naturaleza humana, en esta condición de muerte y miseria. No hay otro camino para Él.

Hemos dicho algo que debería «dejar boquiabierto», la «estúpida imposibilidad» de Orugario.

Ahora os leo un texto impresionante, del filósofo pagano Celso, del siglo III d.C., quien evidentemente ha oído hablar de la participación de Dios en nuestro destino, que Él cumple de la única manera posible, es decir, asumiendo nuestra pobre, mortal, miserable naturaleza humana: «Si algunos (los cristianos) afirman que un Dios o un hijo de Dios ha descendido a la tierra, ésta es, de todas las afirmaciones, la más vergonzosa, y no es necesario un largo discurso para rechazarla. ¿Qué sentido puede tener tal viaje para un Dios? ¿Le serviría, tal vez, para saber lo que ocurre entre los hombres? Pero, ¿acaso Dios no lo sabe todo? ¿Es entonces incapaz, presuponiendo su poder divino, de investigar a los hombres sin enviar a alguien corporalmente? ¿Sin venir él mismo entre nosotros? Si, como afirman los cristianos, él ha venido para ayudar a los hombres a entrar en la vida, entonces realmente están diciendo algo que no puede ser sostenido sino por personas locas. No digo nada nuevo, sino cosas resabidas desde hace tiempo. Dios es bueno, es bello, es feliz, está en una situación óptima y bellísima, pero si, como decís vosotros, los cristianos, desciende hasta los hombres, significa que se somete a un cambio, y este cambio, para él, será fatalmente de bueno a malo, de bello a feo, de feliz a infeliz. Pero, ¿quién querría un cambio así? Es imposible que esto haya ocurrido».

¿Habéis seguido bien? El escándalo de este amor de Dios que viene a compartir nuestro destino: «me amó y se entregó por mí». Habéis oído lo que decía el apóstol Pablo: «Dios nos demuestra su amor, porque Cristo murió por nosotros». Y así sucedió un acontecimiento dentro de nuestra historia, un acontecimiento extraordinario: la compasión de Dios por cada uno de nosotros, que significa conmoción por nuestro destino, comunión con nuestro destino, participación en nuestro destino, mediante la asunción de nuestra naturaleza humana y, por tanto, de nuestra misma muerte.

¡Son cosas muy grandes! Escuchad, por ejemplo, cómo presenta este acontecimiento un gran poeta católico, Clemente Rebora. Nos narra la compasión de Dios describiendo el momento supremo de esta compasión, es decir, la muerte de Cristo:

Jesús lanza el gran grito.
Rinde el espíritu al Padre.
Inmenso silencio repentino;
huye, arrebatada, la muerte;
densas sobre el día
las tinieblas, el sol las rasga
se rasga el velo del templo.
Inmóvil está todo,
un instante que es eterno:
sólo la Sangre se mueve,
el amor inagotable del Señor,
que cuelga regio
abiertos los brazos a los hermanos
hacia la Madre en el parto.
Ahora asciende, asciende el Calvario,
paraíso lleno de dolor:
en un gemir todo lo creado,
la tierra se estremece,
se quiebran las piedras,
en las tumbas exultan los santos;
se retira la gente, golpeándose el pecho,
poca queda, extasiada en el llanto;
los lánguidos crucificados
están como absortos.
Y en el inmenso momento
el centurión, frente a la cruz,
consternado, dice, dando gloria, con los suyos:
«Verdaderamente era el Hijo de Dios».

Fijaos en estos dos puntos bellísimos: «inmenso momento» e «instante que es eterno». ¿Qué momento es inmenso, qué instante de nuestro tiempo -porque esto sucedió entre nosotros, en esta tierra- es eterno? El instante, el momento en que Cristo murió por nosotros.

¿Empezamos a comprender algo de aquello en lo que creemos? Cuando decimos «yo creo», decimos «yo creo en esto: que Dios murió por mí, porque tuvo compasión de mí, porque se conmovió por mi condición, porque compartió mi situación». Celso decía que quien dice esto es un loco: «cualquier cambio que sufre Dios es siempre un cambio a peor». Celso no es capaz de concebir la lógica del amor, que es la pura gratuidad.

Hasta ahora hemos dicho sólo la primera parte de lo que creemos: ¡Cristo murió por nosotros! Pero no es todo: ¿qué cambio habría habido en nuestra vida si Cristo hubiera permanecido en la muerte?

Recordad la página del Evangelio (Lc 24, 13-35) sobre los discípulos de Emaús: «Nosotros habíamos puesto en Él todas nuestras esperanzas, pero...». ¡Cuánta amargura! ¡Cuántas veces ha experimentado el hombre esta amargura! Para el creyente, sin embargo, no es así. Para él, la condición humana ha cambiado, y ha cambiado radicalmente, porque Cristo no ha permanecido en la muerte, sino que ha resucitado, está vivo, en su cuerpo, en carne y hueso.

No está vivo en el sentido de que nos dio una gran doctrina moral y ésta continúa, y así permanece vivo en su gran mensaje.

No está vivo en el sentido de que nos dio un gran ejemplo de cómo vivir, y este ejemplo nunca podrá ser olvidado por la humanidad.

No está vivo en el sentido de que antes de morir encargó a algunos hombres que continuaran su misión, y ellos a su vez encargaron a otros que la continuaran.

Él está vivo como me veis a mí vivo ahora. Está vivo porque ha pasado a través de la muerte, ha superado la muerte. Resucitó -dice el apóstol Pablo- para nuestra justificación, que es como decir que participó, por esa profunda compasión de la que ya hemos hablado, en nuestro destino, y lo cambió. Mi muerte fue tomada por Él, y Él me ha dado su vida.

Esto es lo que creemos, todo lo demás viene como consecuencia. En el Credo decimos muchas otras cosas, pero son consecuencias. Creemos esto: Él murió por nosotros y resucitó para nuestra salvación, y esto lo ha cambiado todo, es decir, nos ha abierto la posibilidad de vivir la vida de cada día de un modo completamente distinto, porque Él ha muerto y ha resucitado por nosotros.

¿Qué significa esto concretamente? ¿Qué significa con respecto al amor humano? ¿Qué significa en orden a nuestro ser libres?

Ha cambiado nuestra libertad, ha cambiado nuestra forma de ser libres, ha cambiado la forma en que un hombre puede amar a una mujer y una mujer puede amar a un hombre. Ha cambiado la forma en que un hombre trabaja. Todo ha cambiado con esto. Por eso, en la catequesis anterior os decía que creer significa tener la certeza de que se abre una perspectiva de la existencia que nuestra razón ni siquiera puede sospechar. ¿Por qué se abre esta perspectiva? Porque Cristo ha muerto por nosotros y ha resucitado para nuestra salvación.

Pero, ¿cómo puedo encontrarme realmente con este Cristo muerto y resucitado, y  así hacer cambiar mi vida por Él? ¿Cómo puedo hacerlo partícipe de mi destino concreto? Así es la Iglesia. En la próxima catequesis hablaremos de la Iglesia, porque quiero que os enamoréis de la Iglesia, que es una realidad de una belleza única, algo estupendo.

La Iglesia es el lugar donde Cristo entra a formar parte del destino concreto de cada uno de nosotros, y lo cambia. Comprenderemos también lo que significa este cambio.

Ésta es la fe. Recordad a Orugario: «Este es el axioma fundamental del infierno: que el bien de uno no puede ser el bien del otro». Cristo ha muerto por nosotros y ha resucitado para cambiar nuestro destino, haciendo así posible lo que Orugario llamaba  «estúpida imposibilidad»: ¡vivir nuestra existencia en el amor y en la libertad!


Traducción de José Antonio Santiago