ENCUENTRO CON LOS JÓVENES «FUERON Y VIERON DÓNDE VIVÍA: BIENAVENTURADO EL QUE NO SE ESCANDALIZA»
Iglesia Catedral de Ferrara, 13 de enero 1996
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Juan 1, 35-42
35Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, 36fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Este es el Cordero de Dios». 37Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. 38Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». 39Él les dijo: «Venid y veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima. 40Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; 41encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». 42Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)».
Hemos llegado a la conclusión de que es más razonable la decisión de seguir a Cristo Pero, ¿qué significa tomar esta decisión? ¿Qué significa creer? ¿Qué ocurre en la vida de una persona cuando se da ese cambio decisivo que se llama fe?
El pasaje de Juan describe una experiencia humana extremadamente sencilla, pero que es también una de las más grandes que podemos hacer: la experiencia de un encuentro. Dos personas, se dice el nombre de una y se calla el de la otra: es un poco la costumbre del evangelista Juan de no decir su nombre; así Andrés y Juan se encuentran con otra persona: Jesús. Este encuentro consiste en una compañía entre tres personas: se describe como «ir y ver» dónde vivía, y «quedarse» con él.
También vosotros habéis tenido encuentros en vuestra vida. El encuentro no es simplemente toparse con una persona con la que nos cruzamos porque caminamos por la misma acera, esto es un hecho físico. Pensad en Dante y Beatriz: ¿qué significó para Dante ese encuentro? La «Vita Nuova» empieza precisamente así: Incipit vita nova..., ¡comienza una nueva vida! ¿Por qué? Por el encuentro.
El pasaje evangélico nos dice que la fe es un encuentro de mi persona con Jesucristo.
Hemos encontrado, por tanto, la respuesta a la pregunta «¿qué significa creer?»: creer significa encontrarse con Jesucristo; el acto de fe, en su contenido más fuerte y más intenso, es un encuentro con Jesucristo.
¿Qué sucede en una persona cuando encuentra a Jesucristo? Leyendo el pasaje de Juan, uno se da cuenta inmediatamente de que el encuentro de Juan y Andrés con Jesús se produce porque hay una persona que lo hace posible: Juan el Bautista. Es él quien les dice: «He aquí el Cordero de Dios», es decir, es él quien nos salva. La fe nace siempre de un anuncio, de alguien que nos anuncia un acontecimiento. Y los dos, al oír hablar así al Bautista, «siguieron a Jesús»: comienza el encuentro.
Nosotros tenemos dos modos de conocer: tenemos un conocimiento que llamamos directo y tenemos otro que llamamos indirecto.
El conocimiento directo es aquel al que llego a través de un razonamiento, que me lleva a una conclusión a la que no puedo no asentir, porque es una conclusión evidente. Por ejemplo si digo: «todos los hombres mueren; José es un hombre; y por tanto José morirá tarde o temprano». Es un conocimiento directo porque he hecho un razonamiento, a través del cual he llegado a una conclusión, y a ella no puedo no asentir con mi razón.
El conocimiento indirecto es el que alcanzo a través del testimonio de otro. Ejemplo: He estado en Hong-Kong y os cuento que cuando se llega en avión se contempla uno de los espectáculos naturales más bellos que existen: una bahía bellísima, un mar estupendo, el avión que tiene que dar una vuelta para llegar y te encuentras frente a la bahía. Llegados a este punto, si habéis estado atentos, tenéis una idea de cómo es Hong-Kong. Pero, ¿en qué condiciones? Que yo no esté loco, y que no sea mentiroso. Es un conocimiento indirecto porque no habéis visto Hong-Kong y otro os lo ha contado. Si confiáis en esa persona, aceptáis su testimonio; tener confianza quiere decir considerar que esa persona está en su sano juicio y no quiere engañaros.
¿Cuál de los dos conocimientos es más importante en mi vida? El segundo: nuestra vida se construye normalmente sobre un conocimiento indirecto. Por ejemplo, quien de vosotros a Bolonia cada mañana para ir a la escuela o al trabajo, se levanta a una hora determinada porque tiene que coger el tren. Se levanta a una hora determinada en virtud de un acto de confianza en los Ferrocarriles del Estado. Otro ejemplo: ¿por qué esta tarde, antes de comer, no habéis llevado vuestro plato al Instituto de Análisis Bioquímicos de la Universidad de Ferrara, para aseguraros de que la persona que os ha preparado el plato no ha puesto veneno en él? Es un acto de confianza.
La fe es, por tanto, un conocimiento indirecto: cuando Juan el Bautista dice «Ese es el cordero de Dios», ¿qué hacen Andrés y Juan? ¿Dicen «ahora verifiquemos»? ¡No! «Al oírle hablar así, siguieron a Jesús», porque ya existía una relación de confianza con Juan el Bautista.
La fe es encontrar a Jesús a partir de un anuncio que se hace, que nosotros escuchamos en virtud de una confianza que tenemos en quien nos anuncia, es decir, a través de un conocimiento indirecto.
La fe no es un encuentro cualquiera, se trata de un encuentro absolutamente único en su género: no hay encuentros comparables.
¿Cuándo es único un encuentro? ¿Qué significa que un encuentro es único? Si mañana por la mañana, cuando empieza el servicio de autobuses, uno de los conductores no se presenta porque está enfermo, ¿qué hace el responsable de turno? Lo sustituye por otro, porque el servicio debe estar asegurado.
Tenéis una novia a la que queréis muchísimo y le decís: «Mañana nos vemos en la Plaza de la catedral». Pero si no viene, ¿qué hacéis? ¿La sustituís por otra? ¡No! Nadie puede ocupar su lugar.
Por lo tanto, el encuentro es único cuando hay dos factores:
- cuando es única, absolutamente única, la persona que encuentro: nadie puede sustituirla, es alguien tan extraordinariamente irrepetible que no puede haber otro en su lugar;
- cuando hay una correspondencia perfecta entre lo que mi corazón espera con un deseo último y esta persona que encuentro.
El Evangelio, en el v. 41, dice: «Hemos encontrado al Mesías». No se trata de una persona cualquiera: para un judío significa que he encontrado al esperado durante siglos. La singularidad del encuentro deriva, pues, de la singularidad de la persona encontrada: es alguien absolutamente insustituible; deriva del hecho de que, precisamente por eso, hay una correspondencia perfecta entre lo que mi corazón esperaba y la persona que he encontrado.
En el capítulo 6 de Juan, vv. 67-69 hay un diálogo muy importante: «Entonces Jesús dijo a los Doce: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos conocido y creído que tú eres el Santo de Dios». ¡Estupendo! La singularidad del encuentro. Pedro creyó y vio esta singularidad. Dice: sólo tú tienes palabras que explican la vida, que corresponden perfectamente a lo que desea mi corazón, porque sólo tú hablas así, de ser la respuesta última a lo que espero; ¿adónde quieres que vaya fuera y lejos de ti?
La fe nos introduce, pues, en un mundo que está más allá de nuestra capacidad de comprensión, en un mundo que está más allá de nuestra razón, pero que estamos seguros de que es verdad porque nos lo ha dicho él cuando le hemos encontrado.
En los versículos del capítulo 6 del Evangelio de Juan que preceden a los que acabamos de mencionar, Jesús multiplicó los panes para la gente.
En la antigüedad el problema del hambre era algo tremendo, difícil de entender para nosotros hoy. No para los de mi edad, una edad lo bastante avanzada como para haber pasado hambre, justo después de la guerra. El hambre te destruye; el hambre es la muerte que sientes por dentro. A estos pueblos pobres de la antigüedad, Jesús les había alimentado con una abundancia única, con total gratuidad; por eso corren tras él, porque sienten que él les da la vida.
Pero Jesús hace un discurso extraño (Juan 6, 22-67): «Os he dado este pan, y es importante, pero éste no es el verdadero pan. El hambre más profunda no es la que sentís en vuestras entrañas; la sed no es la que os seca la garganta. Hay otro pan, porque hay otra hambre, y el que coma de este pan ya no tendrá más hambre, sino que quedará saciado para siempre, tendrá la vida eterna. Y este pan es mi carne; tendréis que comer mi cuerpo».
Imaginaos cuál fue la reacción de los biempensantes, de los intelectuales, de los escribas: «¿Veis? Os lo habíamos dicho que está loco. ¿Cómo puede este dar a comer su carne y a beber su sangre? ¿Qué está diciendo? ¿Cómo podéis seguir escuchando a un loco que os dice que os dará a comer su carne?». Y la gente se marcha porque piensa que el de Jesús es un discurso irracional.
Pedro, en cambio, hace un razonamiento de una sencillez desconcertante: «Señor, tampoco nosotros entendemos nada de lo que dices, incluso para nosotros este discurso es absolutamente increíble, incomprensible, pero lo dices tú, y nosotros sabemos que tú eres único. Ya hemos experimentado quién eres tú y es mucho más razonable estimar que tú no nos dices cosas insensatas, aunque no las entendamos. Así que me quedo contigo y antes o después lo entenderé».
Chicos, ¿quién ha sido más razonable? ¿La gente que primero lo siguió y luego lo deja, cayendo en contradicción (¿qué hizo para no merecer su confianza?), o Pedro, que lo reconoce como una persona única aunque haga discursos que no entiende? Aquí está la otra dimensión de la fe: te introduce en un mundo más allá de tu capacidad de comprender. Creer es encontrarse con una persona que es única, Cristo, y por tanto, debido a la confianza que se deposita en esa persona, se cree todo lo que dice, aunque no se entienda. La fe es adhesión a lo que se me dice, por la confianza en la persona que me lo dice.
De este modo comprendéis que este encuentro que es la fe es un acto de libertad, es más, es el acto supremo de libertad. Sólo tengo un verdadero encuentro con otra persona cuando hay una elección libre. Aquí nuestra libertad se eleva a la enésima potencia. El hombre nunca es tan libre como cuando decide creer, porque nunca es tan libre como cuando se encuentra, en un sentido profundo, con otra persona.
Nos hemos preguntado qué ocurrió en la vida de Andrés y Juan. Tuvo lugar un encuentro, un encuentro único en sus vidas, en el sentido de que la persona con la que se encontraron era absolutamente singular, ya que era capaz de explicarlo todo, de modo que cada palabra que decía debía tomarse como verdadera, aunque no fuera inmediatamente comprensible. Esto es lo que sucedió en la vida de Andrés, de Juan, de Pedro, de cuantos creyeron.
En un determinado momento, algo sucedió en estas personas que echó todo a perder, que puso todo en crisis; y uno incluso se ahorcó por ello. ¡La desesperación y la desilusión! ¿Qué ocurrió? Esta persona absolutamente única ha sido clavada en la cruz y ha muerto; para aquellos hombres fue el fin de todo. Bellísimo, cuando se cuenta en el Evangelio de Lucas (24, 13-35) lo de aquellos dos discípulos que van a Emaús, y se encuentran con aquella persona, que no saben que es Cristo. Uno de los dos dice: «Esperábamos que... Hemos sido unos pobres ilusos. La vida ahora ha vuelto a ser la de antes. Dicen que ha habido mujeres que...». Pero ha ocurrido algo único, que ha vuelto a poner todo en su sitio, más que antes, contra todas sus expectativas. Pensemos también en Tomás, que se vio ante un acontecimiento en el que no quería creer. Pero ese mismo Cristo muerto, ha resucitado, está vivo, en carne y hueso, y lo pueden aún ver, tocar, escuchar como antes y, mejor aún, ¡mucho más que antes!
¿Qué experiencia tuvieron estos hombres, qué ocurrió realmente en lo profundo de aquellos once hombres y aquellas cinco o seis mujeres? ¡Vieron a Jesús resucitado! Cuando lo vieron por primera vez, ¿qué les sucedió a ellos, que ya habían vivido la experiencia de un encuentro? Antes que nada, quedaron como cegados por una luz deslumbrante, es decir, por una evidencia: aquel Jesús al que habían conocido y amado, era realmente el Hijo de Dios, porque había resucitado. Este es el centro de nuestra fe. El encuentro que aquellos hombres tuvieron con el Resucitado les cambió la vida por completo, porque se dieron cuenta de que había dado la vida por ellos.
Y ése es también el sentido de creer ahora. Él también dio su vida por mí, así que este hombre permanecerá siempre en mi memoria de gratitud.
Y episodios similares, gracias a Dios, todavía los hay en el mundo. Todavía hay hombres que dan su vida por los demás, ocupando su lugar física o moralmente. Cuando uno acepta cargar con todas las consecuencias de una enseñanza aceptada o de una amistad compartida, cuando el amigo cae en desgracia no lo traiciona, sino que comparte su suerte. Aquellos hombres sintieron mucho más que una simple amistad entregada. Lo volvieron a ver resucitado, inexplicablemente vivo de nuevo, y se sintieron más que antes llenos de una vida que no era la suya, sino la de Jesús. Él dio su vida por ellos, en el sentido físico, es decir, su misma vida pasó a la de ellos, tanto que tuvieron experiencia de ella.
Así, ese encuentro que había comenzado tan profundamente allí en el Jordán, un encuentro con una persona única, que introduce en un mundo que supera la razón, con una persona que pide estar con Él en suprema libertad, ese encuentro se caracteriza ahora como un encuentro con una persona que incluso hace vivir su misma vida, venciendo a la muerte.
Entonces, ¿qué significa creer? Encontrar a Jesucristo. ¿Y qué significa encontrarse con Jesucristo? Para Andrés, para Juan, para Pedro, para Tomás -ese Tomás que quiso meter el dedo para estar realmente seguro de que era Él- y para nosotros ahora, significa tener la misma experiencia, porque Jesús está vivo. No es simplemente creer o estar convencido de la justicia de su causa, de la belleza de su doctrina: ¡eso no es fe! Por el contrario, es el encuentro con su persona viva, viva hoy entre nosotros, como persona única, irrepetible, absolutamente singular, con toda la plenitud de su existencia. La fe es este encuentro con una persona viva, y no simplemente creer en la utilidad de su doctrina, de su misión, de su mensaje, de su causa.... sino el encuentro con él que está vivo, único, irrepetible, absolutamente singular.
Estad atentos, porque muchos hoy, que discuten de teología, de catequesis, tienen tal habilidad, tal sutileza y fluidez de lenguaje, que dejan siempre en la incertidumbre a quienes los escuchan, precisamente sobre lo que es el centro de nuestra fe, es decir, si Jesucristo está vivo hoy entre nosotros, como persona única, irrepetible, singular, tal como estaba antes de su muerte, o si sólo está vivo su mensaje, su gran doctrina moral. Hay tal sofisticación hoy en el discurso teológico y catequético que se descuida esto, que es el núcleo esencial de nuestra fe. Somos cristianos si hemos encontrado a Jesucristo como persona viva, no si estamos convencidos simplemente de que su doctrina es la única verdadera. No es suficiente esta última convicción; incluso Ghandi consideraba que la doctrina de Cristo era la mayor doctrina de este mundo, pero con gran honestidad dijo: «Moriré sujetando el rabo de la vaca, porque soy hindú».
Pero entonces, si está vivo como persona, ¿dónde puedo encontrarlo? Porque si es una doctrina basta coger el libro del Evangelio, pero si es una persona no se la encuentra en un libro. ¿Dónde lo encuentro, entonces? En la Iglesia, en la Iglesia concreta. Es ella la que dice hoy «¡He ahí el Cordero de Dios!», es ella la que lo anuncia, es en la Iglesia donde Jesucristo está vivo, en los Sacramentos de la Iglesia. Y en la Iglesia se construye, en el encuentro con Cristo, en la fe, la verdadera comunión. Como leemos en la primera carta del Apóstol San Juan (1, 1-4): «1Lo que existía desde el principio, | lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, | lo que contemplamos y palparon nuestras manos | acerca del Verbo de la vida; 2pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. 3Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. 4Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo». Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera la más interior, la más maravillosa, la más mística, puede desprenderse jamás de la carne y de la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica de la Iglesia. Sin la Iglesia, la persona única de Cristo resucitado acaba siempre reducida a una idea, o a una doctrina, o a un sentimiento; tened en cuenta que uno se enamora de las personas y no de las ideas.
He explicado lo que significa creer, lo repito en síntesis: creer es un encuentro de cada uno de nosotros con la persona de Cristo que vive en la Iglesia, un encuentro único, porque la persona encontrada es absolutamente singular, de modo que cada palabra que nos llega de él, a través de la Iglesia, es ciertamente verdadera, aún cuando nos resulte, o pueda resultarnos, incomprensible.
Termino con una pequeña historia de los beduinos del desierto: Había una vez una caravana en el desierto, que marchaba hacia el oeste. En cierto momento, una voz resonó desde lo alto y dijo a los beduinos que iban de camino: «Si vais hacia el oeste, esta misma noche caeréis a espada a manos de los saqueadores; si, en cambio, invertís la marcha, encontraréis un gran oasis en el este, donde habrá fiesta». Todos oyeron la voz. Una parte se puso a reír y dijo: «¡Absurdas ilusiones del desierto, éstas!». Otros quedaron perplejos y empezaron a discutir si aquella voz había sido una alucinación o si la habían oído de verdad, y si, en cualquier caso, se podía comprobar si era cierta o no. Otros, pocos en verdad, dijeron: «¡Veamos si es verdad!». Los primeros siguieron caminando hacia el oeste, y cayeron masacrados a espada por los saqueadores. Los segundos, los intelectuales, o los que se dicen tales, quedaron paralizados por la duda y no se dirigieron ni hacia el este ni hacia el oeste; cayó la noche, murieron de sed y fueron presa de los grandes buitres del desierto. Los últimos, que en su sencillez escucharon la voz, encontraron el oasis e hicieron fiesta.
Como Andrés y Juan, que fueron y se quedaron con Él
Traducción de José Antonio Santiago
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