ENCUENTRO DE ORACIÓN PARA JÓVENES
FERRARA - CATEDRAL
11 DE NOVIEMBRE DE 1995
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Marcos 10, 17-22
Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.
Meditación del Arzobispo
No sabría deciros cuánto he esperado este encuentro y os agradezco el que hayáis venido tantos, a pesar del partido Italia - Ucrania. ¡Sois geniales! El partido también es importante, pero esto lo es más. Y es más importante porque algo extraordinario está sucediendo en medio de nosotros en este momento.
El Evangelio está hablando de cada uno de vosotros, aún cuando Marcos en su Evangelio no diga que esta persona que se encuentra con Jesús sea un joven. Los otros dos Evangelios sinópticos dicen, más exactamente, que es «un joven» el que se encuentra con Cristo. Así que aquí se está hablando de vosotros, chicos y chicas. Por eso quisiera ayudaros a vivir, esta tarde, a revivir en vuestro corazón esta página del Evangelio. Estoy aquí para esto. Y empiezo con una constatación muy simple y una pregunta.
La constatación. Toda nuestra vida, cada día, está hecha de muchas elecciones, muy diferentes entre sí y con distinta importancia. Vosotros podíais elegir entre ver el partido o venir a la catedral a escuchar al arzobispo. Dos elecciones posibles: una más importante, la otra, menos. Se puede elegir casarse, y se puede elegir no casarse. Veis, por tanto, que hay muchas elecciones, muchas decisiones... Esta es la constatación.
La pregunta. Aunque las elecciones que hacemos cada día son muchas y muy distintas entre ellas ¿es posible encontrar una unidad entre estas elecciones? En otras palabras, ¿existe una «fuente» última y única de la que derivan todas las elecciones? La elección de ver o no ver el partido, como la de casarse o no casarse, la elección de ir o de no ir a la discoteca, o la de jugar a las cartas, etc. ¿Existe una única fuente de la que brotan todas nuestras decisiones?
S. Agustín -dejamos por un momento la pregunta- cuenta un episodio que le sucedió cuando era joven como vosotros, y no sólo era joven como vosotros, sino que, más o menos como vosotros, tenía una gran pasión: ir a la discoteca. Entonces no había discotecas, pero había teatros, y a él le gustaba mucho ir al teatro, de hecho dice que era su pasión, era la diversión de los jóvenes de la época. Un día llegó una compañía de teatro a Cartago, donde Agustín cursaba sus estudios, pero no tuvo éxito: el teatro estaba siempre vacío. A uno de los actores, una noche, ante el teatro casi vacío, se le ocurrió una treta y dijo: «Mañana por la noche seré capaz de deciros lo que cada uno de vosotros desea, lo que cada uno de vosotros quiere». Agustín, intrigado, volvió a la noche siguiente, y no solo: esa noche el teatro se llenó. Se presentó el actor y dijo: «Ahora os diré lo que cada uno de vosotros desea». Un silencio total. «Cada uno de vosotros desea ser feliz». Todos los presentes prorrumpieron en grandes aplausos -continúa el relato de san Agustín- por la habilidad que había demostrado aquel actor.
Él ha dado la respuesta a nuestra pregunta. En la raíz de todas vuestras elecciones, de todas vuestras decisiones, está el deseo de dicha, el deseo de ser felices, el deseo de vivir una vida plena, una vida que no sea absurda. Así hemos entrado ya en el misterio más profundo de nuestra persona. Pero, ¿qué es nuestra persona sino un deseo de felicidad? ¿Sino esta tensión hacia la plenitud de la alegría? ¿Qué es nuestra persona sino una pobreza habitada por un gran deseo de plenitud?
Entramos en el misterio de nuestra persona, que hemos visto que es el deseo de plenitud, el deseo de felicidad plena, prestando un poco de atención a nuestra experiencia cotidiana, porque no estamos haciendo filosofía ni teoría. Vemos que este deseo nuestro, por un lado, es insaciable, es decir, nunca está satisfecho. Cualquier bien que alcanza, inmediatamente le parece limitado, incapaz de satisfacerlo. De hecho, probad a preguntaros a vosotros mismos: «¿Quieres un poco de felicidad y un poco de dolor, o una plenitud de felicidad?». Claro, ¡quiero una plenitud de felicidad! «¿Quieres un poco de libertad y un poco de esclavitud, o quieres una plenitud de libertad?». Nadie quiere ser un poco feliz y un poco infeliz, un poco libre y un poco esclavo. No, este deseo nuestro es un deseo -atención que uso una palabra grande- es un deseo infinito, ilimitado. Sólo que todos los bienes que encontramos son limitados. Esa es la razón de vuestra, nuestra, permanente inquietud. Tenemos tanta sed que no hay agua capaz de saciarla. Tenemos tanta hambre que no hay pan capaz de saciarla. He aquí la primera dimensión del misterio de nuestra persona, que al final podemos describir así: una sed infinita que, sin embargo, encuentra sólo bienes limitados. Un ser limitado -como cada uno de nosotros- que, sin embargo, tiende a una dicha infinita: esta es la primera dimensión del misterio de nuestra persona. Llamémosla paradoja, la primera paradoja: hay en ti una sed infinita, pero tú sólo encuentras bienes finitos para saciarla y, por tanto, nunca consigues extinguirla.
Existe, además, una segunda dimensión del misterio de nuestra persona, mucho más profunda que la primera. Para captar este otro misterio, esta segunda dimensión, pensemos todos en una experiencia que seguramente hemos vivido: ¿es cierto o no es cierto que en determinados momentos en los que hemos tenido una experiencia de dicha, hemos pensado, o incluso dicho: «¡Cómo me gustaría que esto no acabara nunca!»? ¿Se cansan los novios de estar juntos? No! «¡Cómo me gustaría que esto no acabara nunca!». Pero, ¿por qué sentimos la necesidad de que no acabe nunca? Porque nos damos cuenta de que el tiempo es voraz, el tiempo lo devora todo, el tiempo es envidioso, el tiempo nos quita lo que tenemos. Por eso decimos: «¡Oh, si esto no acabara nunca!», que es como decir: «¡Ay, si el tiempo se detuviera!». ¿Y sabéis cómo se llama un tiempo que no pasa nunca, que se detiene? Se llama eternidad. Esta es la eternidad. Por eso, cuando le dices a tu novia o a tu novio: «¡Cómo me gustaría que el tiempo no pasara nunca cuando estamos juntos!», dices: «¡Cómo me gustaría que nuestro estar juntos fuera eterno!». ¡Fuera eterno! Pero, ¿comprendéis, chicos, lo profunda que es esta segunda dimensión del misterio de nuestra persona? Por tanto, en nosotros habita un deseo de eternidad. El tiempo no nos satisface. Nuestra patria está en otra parte. Nuestro hogar no es el tiempo. Esta es la razón por la que cuando vivimos con gran intensidad nuestras cosas más bellas, decimos: «Cómo desearía que el tiempo no pasara nunca». ¿Habéis leído el Fausto de Goethe? El doctor Fausto hace un pacto con el diablo, con Mefistófeles, para alcanzar un instante de felicidad, un instante de felicidad plena.... Ese instante de felicidad plena llega, y Fausto dice «¡Detente! Eres tan bello, ¡detente!», pero el instante no se detiene. Llamemos a esto la segunda paradoja de nuestra persona: nuestra persona vive en el tiempo, pero siente una profunda necesidad de eternidad. Vivimos en el tiempo, pero anhelamos estar en la eternidad. Entonces vuelve la pregunta: «¿Es posible realizar mi deseo de dicha, si el tiempo lo insidia de este modo, si el tiempo lo corroe?». Por eso digo, cuando soy feliz, cómo deseo que este momento de felicidad no pase nunca, porque siento que el tiempo es envidioso, quiere arrebatármelo. Entonces, ¿es posible alcanzar, para el hombre que habita en el flujo inexorable del tiempo, una dicha que no pase nunca, es decir, que sea eterna? Comenzamos a acercarnos a la página del Evangelio. «Maestro, ¿qué debo hacer para tener la vida eterna?», le dice este joven.
¿Os acordáis, todavía, de la primera paradoja de nuestra persona? ¿Cómo es posible la felicidad ilimitada, cuando sólo encuentro bienes finitos? La segunda pregunta: ¿cómo es posible la dicha eterna, la vida eterna, cuando vivo dentro, continuamente, del paso del tiempo?
Pero eso no es todo, porque hay todavía una tercera y última paradoja en nuestra vida. Es la más grande. Nuestro deseo de felicidad no empuja única y principalmente hacia la posesión de las cosas. No son las cosas las que dan la dicha, son las personas, y aquí reside la tercera dimensión del misterio de nuestra persona. Uno puede poseer cosas para su propia dicha, pero ¿puede poseer personas? Claro que puedes poseerlas, pero en el momento en que posees a una persona, en ese momento la has destruido como persona. Más sencillamente, si le dices a una persona: «¡Te quiero porque te necesito!», en ese momento tú ya no quieres a una persona porque ya la has reducido a algo que necesitas para tu felicidad. Quien ama a una persona no le dice: «¡Qué útil es que existas! Eso no es amor, eso es uso. Tengo necesidad, por tanto qué útil es que existas. No se dice al otro: «¡Me gusta que existas!», sino que se dice: «¡Qué bello es que existas, qué bueno es que existas!», porque quien ama no puede soportar la muerte de la persona que ama, no la puede admitir. «Qué bueno es que existas» significa, por un lado, que nuestro deseo de felicidad nos impulsa a ver en el otro lo que yo necesito («Qué útil es para mí que existas, qué bien me viene que existas»), pero, por otro lado, me doy cuenta de que las personas no son cosas. Estamos, entonces, ante la tercera gran paradoja de nuestra persona: ¿es posible la realización de uno mismo en la comunión, en la relación con otra persona que sea una relación no de uso, no hedonista, sino de puro amor? ¿Es posible el puro amor? Al final, todos llegaron a la conclusión de que no es posible, porque muchos dicen que, en definitiva, la vida no tiene sentido. Veis cómo a partir de aquella experiencia tan simple -recordad el relato de San Agustín: ¡todos deseamos ser felices! - llegamos a tres preguntas fundamentales. Las repito:
1. ¿Es posible para uno limitado y finito alcanzar una felicidad ilimitada?
2. ¿Es posible una dicha, una felicidad eterna, para uno que vive dentro del tiempo?
3. ¿Es posible para el hombre su realización mediante el puro, desinteresado don de sí mismo al otro?
Felicidad ilimitada, dicha eterna, plenitud del don: estas tres cosas, en el lenguaje de la Sagrada Escritura, se dicen con una sola expresión: ¡vida eterna! Esta es la vida eterna. ¿Y qué preguntó el joven al Señor? Le preguntó precisamente esto: ¿Qué debo hacer para tener la vida eterna? Fijaos que el sentido de la pregunta no es -cuidado con este punto- qué tengo que hacer «ahora» para que después de mi muerte pueda ir al Paraíso. Ese no es el sentido. La vida eterna no significa eso. Aquel joven preguntó a Jesús: «¿Qué debo hacer para tener la plenitud de la vida ahora y siempre, para tener una dicha que no sea destruida, que no sea socavada con el paso del tiempo?». ¡Esto es lo que preguntó aquel joven! Qué pregunta, ¿eh? Sólo un joven podía hacer una pregunta así. Le abrió el corazón. Ahora veamos lo que Jesús responde a la pregunta: «¿Qué debo hacer para tener vida eterna?». Jesús responde: «Tú conoces los mandamientos», como si dijera: «Lo sabes: cumple la ley moral y tendrás vida eterna». Y aquí puedo imaginar inmediatamente vuestras reacciones: «¿Pero Usted no está hecho de carne y hueso como nosotros? No es verdad que la observancia de la ley moral produzca una dicha eterna, nuestra experiencia nos lo dice. Al contrario, a menudo causa infelicidad, o al menos no plenitud, así que si esa es la respuesta, se acabó el diálogo». Quisiera explicaros un poco –en nuestros encuentros volveremos sobre esto más extensamente - qué significa la ley moral, esa ley a la que Jesús remite al joven. Me explico una vez más con un ejemplo. Imaginemos que un amigo muy querido ha puesto plena fe en vosotros, plena confianza, por así decirlo ha puesto su alma en vuestra manos, como acontece a menudo en la verdadera amistad. En una determinada ocasión ocurre que, si traicionas la confianza que este amigo te ha dado, puedes obtener un enorme beneficio económico. ¿Qué haces? Puedes hacer dos cosas: traicionar la confianza del amigo o no traicionar esta confianza, perdiendo la enorme cantidad económica. Es decir, frente a tu libertad se abren dos posibilidades, o, lo que es lo mismo, puedes ser libre de dos maneras, ejercer tu libertad de dos maneras: traicionando la confianza del amigo para ganar dinero, o, manteniendo la fidelidad a la amistad recíproca. Dos posibilidades. Sin embargo, si eliges traicionar a tu amigo para ganar dinero, sientes que al final has sido mezquino, has sido un canalla, es decir, sientes que has traicionado una exigencia, sientes que has ensuciado algo bello, sientes que has dañado algo grande. Y esto lo sientes dentro. ¿Recordáis la noche del Innombrable? Bellísima página en la que Manzoni escribe con una profundidad desconcertante, como él sabe hacerlo, que ese hombre vio todas sus obras hechas, y vio que esas obras eran él mismo, y se odió a muerte, y alargó la mano para pegarse un tiro. ¿Lo recordáis? ¿Habéis entendido ahora lo que es la ley moral? La ley moral es la exigencia de respetar la dignidad de la persona. La ley moral es la infinita belleza de cada persona. Esto es la ley moral. Y es lo que exige tu persona, simplemente en cuanto que es persona. Jesús dice: «Tú me preguntas cómo se alcanza la plenitud de la dicha, una dicha eterna, en la plenitud de la comunión con las demás personas. Este «cómo» ya lo tienes escrito en tu corazón, ya lo tienes dentro de ti. Escucha esta exigencia de belleza, de verdad, de bondad, de paz, de respeto, de reverencia, y tendrás la vida eterna. Porque hay una manera verdadera de ser libre y hay una manera falsa; hay una realidad de libertad y hay una apariencia de libertad». En los próximos encuentros volveremos sobre estas cosas, que son de enorme importancia para nosotros, porque aquí se decide el sentido de la vida. Por eso Jesús dice «Lee en tu corazón, escucha allí estas exigencias, respétalas, obsérvalas, y tendrás la vida».
Pero las cuentas no cuadran, y este muchacho, con una sinceridad desconcertante, le dice: «Querido Maestro, pero yo esto lo he hecho siempre, y no tengo la vida eterna. Entonces, ¿qué me falta?». Fijaos que este chico ha tenido una gran valentía, porque con Jesús no se bromeaba, te «soltaba» todo en la plaza pública. Si lo que decía aquel chico no era verdad, Jesús podía decirle: «Oye, y aquella vez allí, ¿qué hiciste?». Os acordáis de lo de la adúltera, cuando Jesús dijo: «Bueno, fue sorprendida en flagrante adulterio, hay que apedrearla. Muy bien, apedreémosla. Que tire la primera piedra quien esté libre de pecado». Y está allí. ¿Y qué hacen ellos? Se van, porque saben que con este Rabino no se juega, este te «suelta» todo. Este joven se lo dice: «Yo siempre he observado esto», pero las cuentas no cuadran. Chicos, es verdad, la observancia de la ley moral nunca ha hecho a uno completamente feliz. ¡Nunca! No es la ley moral la que nos hace felices. Si os dicen esto, no lo creáis, ¡no es verdad! Aquí falta algo. Por supuesto que la ley moral también es necesaria. Es lo primero que Jesús mismo le dice: «Haz esto...». Entonces, ¿qué me falta?, dice este joven. El Evangelio dice algo extraordinario en este punto: «Mirándolo fijamente, ¡lo amó!». Había llegado el momento de la suprema revelación para este joven. Lo amó. Está a punto de hacerle la suprema revelación de la vida: «Me preguntas si es posible una dicha infinita para quien es finito como tú, me preguntas si es posible una dicha eterna para uno que está en el tiempo como tú. Es posible porque lo eterno ha venido a habitar en el tiempo, porque lo infinito ha venido a habitar en lo finito. Ven y sígueme, porque yo soy esa dicha que tú buscas». Lo amó. Lo amó porque en ese momento Jesús se dio cuenta de que tenía que hacerle la propuesta decisiva, como si en ese momento le hubiese dicho: «Me has preguntado qué debes hacer para que ya nada te falte: sígueme». Es la propuesta suprema que Cristo os hace a cada uno de vosotros, sobre la que volveremos en las catequesis siguientes.
Llegados a este punto, Jesús ha terminado: el diálogo ha concluido. Y es el instante decisivo: el instante en que el joven debe hacer su elección. Es un momento de sublime grandeza, porque el joven está llamado a ejercer su libertad. ¡Y no hay «cosa» más preciosa que tu libertad!
Pero ocurre una verdadera tragedia: el joven se niega a seguir a Cristo, libremente. Pero, ¿con qué resultado? «Se marchó triste». Se dio cuenta de que había perdido su cita con la libertad, quizá para siempre. Pero el evangelio añade algo, dice por qué aquel joven decidió no seguir a Cristo: «porque -dice- era rico». Cristo le había pedido que renunciara a las riquezas. Aquel joven pensaba que su felicidad consistía en poseer cosas y por eso, para conservar lo que tenía, perdió la mayor riqueza, a sí mismo. Pero, ¿es todo esto «razonable»? Sobre esto reflexionaremos en la catequesis del mes de diciembre.
Oración
Señor mío y Dios mío, Tú miraste al joven que te abrió su corazón, lo amaste y le propusiste seguirte. Esta tarde, mira a cada uno de estos jóvenes en particular: fija tu mirada en cada uno en particular, porque sólo Tú sabes cómo mirar a una persona. Es la mirada que hizo que Mateo se levantara de su banco; es la mirada que hizo bajar a Zaqueo; es la mirada que hizo que la presunción de Pedro se deshiciera en lágrimas. Haz que cada uno de ellos, en este momento, al sentirse mirado por Ti, se sienta también amado por Ti. Sí: dales esta extraordinaria experiencia de sentirse amados, amados con un amor que no les pide nada excepto dejarse amar. Sentirse amados hasta el punto de que en su corazón sea vencida siempre la tentación de la desesperación, de la evasión, de la distracción. Sentirse amados hasta el punto de que sean verdaderamente capaces de «cruzar el umbral de la esperanza», hasta el punto de que renazca en plenitud en sus corazones la alegría de vivir. Que no se vayan tristes de este encuentro, sino que acojan tu invitación a seguirte: o en la belleza del amor conyugal o en la belleza del amor virginal. Que no se vayan tristes habiendo rechazado el encuentro contigo. Madre de Cristo, Ternura de Dios, te encomiendo a estos jóvenes, a todos los jóvenes de esta santa Iglesia de Ferrara-Comacchio: vela por ellos para que no malgasten el incomparable tesoro de su juventud. Amén.
Traducción de José Antonio Santiago
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