Seminario de Madrid
Primera parte: «Diagnóstico de una situación»
Madrid, 26 de marzo de 1993
Quisiera comenzar mi reflexión en esta jornada de estudio y amistad, intentando hacer un diagnóstico de nuestra situación, del mundo espiritual en que vivimos cada día. Es bastante importante, pero difícil al mismo tiempo. Es importante conocer “dónde” vivimos, saber cuáles peligros y riesgos podemos encontrar, para el que camino de nuestra vida más responsable. Es, al mismo tiempo, una tarea difícil, puesto que cuando se hace un diagnóstico — y los médicos que hacen diagnosis lo saben muy bien —, es necesario ver todos los síntomas significativos (exigencia de totalidad) luego darles una interpretación justa (exigencia de verdad). Sigamos por lo tanto con este proyecto.
Una exigencia de totalidad: ¿cuáles son los síntomas más significativos? El primer punto de la reflexión intentará dar una respuesta a esta primera pregunta. Una exigencia de verdad: ¿Cómo interpretar estos síntomas? El segundo punto de la reflexión intentará dar una respuesta a esta segunda pregunta. Es una reflexión que necesitará ser completada por vuestra aportación en la discusión.
1. DESCRIPCION DE LA SITUACION
Nuestra descripción no versa sobre los fenómenos, digamos, a grandes dimensiones. Queremos más bien introducirnos dentro de la sujetividad de la persona que vive, entender lo que pasa dentro de ella. Claro que siempre debemos referirnos también a lo externo, para evitar hacer un discurso abstracto.
Podemos comenzar diciendo de la “subjetividad” contemporánea, que la persona hoy en día se siente como desarraigada de todo terreno sólido, como incapaz de moverse según puntos fijos de orientación: vive en la ausencia de una pertenencia. No pertenece ya a nada ni a nadie. Probamos de expresar esta ausencia, esta falta, este desarraigo, en términos más rigurosos.
Los puntos de orientación para la persona son: la realidad en que vive en cuanto conocida, esto es la verdad; y la realidad en cuanto digna de ser venerada y amada, esto es el bien. La persona vive hoy en día su existencia sin pertenecer a la verdad, sin pertenecer a un bien, a un significado. Ahora, la verdad es la norma del pensar, y el bien es la norma del obrar. Por lo tanto es una persona que ya no tiene normas, que ya no tiene criterios. Han venido a menos los puntos de referencia normativos, capaces de dar un sentido fuerte a la vida social e individual.
Para entender mejor lo que estoy diciendo, os pido de prestar atención a algunos hechos de que somos espectadores cada día. Estos hechos se entienden mejor a la luz de lo que estoy diciendo:
• El problema de la droga. La imagen del tóxico-dependiente que resulta de los estudios hechos recientemente no es ya aquella de un sujeto que contesta el sistema: ya no tiene ningún sentido la contestación. El tóxico-dependiente, la mayoría de las veces, es un joven del todo normal, cuyos problemas son los mismos que los de sus coétaneos. La consecuencia es que todos los adolescentes hoy tienen el riesgo de la droga.
• El problema de la comunicación. Regresaré muchas veces sobre este importante punto. Me limito ahora a una observación. No parece que hoy existan comunicaciones que poseen en sí y por sí una calidad. Me explico usando el ejemplo más radical. En toda sociedad la comunicación más radical ha la sido siempre la comunicación conyugal. Ahora, en toda cultura la comunicación conyugal siempre ha tenido al menos una cualidad estable: la de ser una comunicación entre el hombre y la mujer. Es la calidad “biológica” de esta comunicación. Ahora bien, todos sabemos que hoy se habla de “matrimonio homosexual”. Y no sólo esto, sino que se habla de introducirlo dentro de los ordenamientos jurídicos. La persona vive en una sociedad sin calidad; una sociedad en la cual las instituciones, las estructuras sociales, se han vuelto indeterminadas, contingentes.
Me limito a estos dos problemas. Reflexionando, discutiendo sobre ellos, pienso que quedará claro qué es lo que quiero decir cuando hablo de una persona desarraigada de todo terreno, sin puntos de referencia fuertes y capaces de dar un sentido a la vida.
Quisiera ahora continuar con la de nuestra la descripción de subjetividad, reflexionando sobre lo que hemos dicho hablando del problema de la comunicación.
A primera vista, parece que una comunicación o una sociedad sin cualidad, aumentaría la libertad de la persona. Hay que ver esto con atención.
Una sociedad sin cualidad aumenta la libertad, pero con el signo de la pura posibilidad. Me explico: la libertad encuentra delante de tantos caminos posibles en todo campo de acción. Es libertad en el sentido de posibilidad de toda posibilidad. Mirando las cosas con más profundidad todavía, se ve que este triunfo del posible produce de hecho la destrucción de su valor. Si todo es posible y también el contrario de todo, si todo es decir, entonces también la posible sin más, es diferencia llega a ser indiferencia. Si todo tiene el mismo valor, entonces ya nada tiene valor.
En su admirable texto, La Enfermedad Mortal, publicado en 1848, S. Kierkegaard había proféticamente descrito esta situación, esta condición de nuestra subjetividad contemporánea. El habla de una “desesperación de la posibilidad” debido al hecho de que el yo “huye de sí mismo en la posibilidad, sin tener ya nada de necesario al cual poder regresar”. Una persona que vive de existencia de este modo “llega a ser una posibilidad abstracta, se agita hasta el cansancio en la posibilidad”. ¿Cuál es el resultado final de esta terrible aventura espiritual? Escuchemos otra vez a Kierkegaard: “En un momento dado algo llega a ser posible, después se presenta una nueva posibilidad, y al final, estas fantasmagorías se subsiguen tan rápidamente que todo parece posible. Y esto es exactamente el último momento en que el individuo todo entero llega a ser él mismo un espejismo”. Y Kierkegaard concluye, con la misma profundidad, que aquello que falta a esta existencia es la fuerza de obedecer. Más adelante regresaremos sobre esta extraordinaria observación.
También a este punto de mi reflexión, para entender mejor lo que estoy diciendo, os ruego que prestéis atención a algunos hechos de los cuales somos espectadores todos los días. Estos se entienden mejor a la luz de nuestras reflexiones.
• El problema educativo. No quiero entrar en el análisis de las doctrinas pedagógicas. Sería bastante interesante hacerlo, pero no tengo ni el tiempo ni la competencia suficiente. El hecho sobre el cual quisiera atraer vuestra atención es otro: es la incapacidad de instituir una relación educativa que no sea puramente formal. Me explico. A la pregunta, ¿a qué debe educar el educador?, O no se sabe ya qué contestar, o bien (o como consecuencia) se responde de ordinario: “a la libertad”, o bien “al respeto de todas las opiniones”. Pero si uno insiste: ¿a qué libertad? ¿libertad para qué? ¿libertad de que?, no encuentra ya ninguna respuesta. Es la libertad de ser libres, es decir una libertad vacía de sentido que gira sobre sí mismo sin ser capaz de avanzar un paso. En este sentido hablaba yo de formalismo vacío en la relación educativa. Si luego se dice que se debe educar “al respeto de todas las opiniones” esto equivale a decir “al rechazo de usar la inteligencia”. El respeto de todas las opiniones significa que la verdad/falsedad de una opinión, el esfuerzo por lo tanto de verificar qué opinión es verdadera/qué opinión es falsa, en una palabra el uso de la razón, es del todo irrelevante para el hombre. El formalismo vacío de la relación educativa puede significar el rechazo de una investigación de la verdad, que es juzgada como no de decisiva importancia para la vida. Regresaremos sobre este importante punto.
• El problema de la normatividad. Este punto merecería todo un tratado aparte, pero me limitaré aquí a señalar solamente algunos puntos. Es un hecho que asistimos a un proceso que podríamos llamar “de-normatividad” sea en los grandes que en los pequeños sistemas. Por de-normatividad entiendo la progresiva pérdida de la consciencia de la objetividad que regula la persona humana sea en su obrar estrictamente personal, sea en su obrar interpersonal. Propongo algunos ejemplos. La relación hombre-mujer en el matrimonio y en la familia parece haber perdido toda posible determinación. También en la Iglesia católica, el modo en que frecuentemente la reforma litúrgica viene actuada y/o celebrada, muestra claramente cómo aquello que K. Barth llamaba “el inmenso objeto” ha sido alejado siempre más la de la conciencia: cada comunidad debe tener su liturgia. En la pública administración de los Estados se nota una notable incapacidad de “regentar la ciudadanía, es decir el enlace entre derechos y deberes del ciudadano y sus poderes”. Estos ejemplos no han sido elegidos por casualidad. Las sedes de formación a la objetividad, a la norma, son en efecto la familia, la escuela, la Iglesia y la administración pública. A ellos se debe añadir los tribunales. Y son justamente estas que están en graves crisis, como lugares de educación para la objetividad que es la regla. En este sentido hablaba yo de una crisis de normatividad (la fuerza de la obediencia de que hablaba Kierkegaard).
Quisiera ahora proseguir en la descripción de nuestra subjetividad para individuar los últimos caracteres.
Hablando de “fuerza de la obediencia”, de “crisis de normatividad”, probablemente he suscitado en vosotros una reacción de sospecha. Cuando se habla de estos temas es casi inevitable que el hombre de hoy sospeche que bajo estas palabras se esconda algo no muy noble. No se puede olvidar nunca que las dos grandes agencias, por así decir, de significado de normatividad de que el hombre de este siglo ha hecho experiencia han sido el nazismo y el comunismo. Esta situación nos permite dar un paso adelante en la descripción de la subjetividad contemporánea individuando en ella una de sus experiencias más profundas: la desesperación ética.
Cuando se habla de verdad y se dice que no toda opinión merece respeto, inmediatamente se sospecha que se trata intolerancia; cuando se habla de norma inmediatamente se sospecha que se quiere instaurar una nueva especie de autoritarismo. Y así por el estilo. Y se concluye: “Conocemos la mentira de todos los ideales”. Esta es la desesperación ética. Es la condición de aquella persona que retiene que no existe una razón absoluta por la cual valga la pena vivir, porque retiene que toda propuesta en ese sentido sea una máscara que esconda otra cosa, y no obstante esta sospecha, mantiene la necesidad de un significado para su vida.
Hay otra dimensión de nuestra subjetividad relacionada con la desesperación ética. Ha sido sobre todo el gran poeta T. S. Eliot quien lo ha hecho notar. Todos nosotros tenemos la experiencia de estar en el tiempo: quizás es la experiencia más profunda que vivimos diariamente. Es la experiencia de que nuestro ser se extiende (se desplega) en una sucesión, nunca es, sino que se hace siempre. Es una permanente mutación. Ahora bien, la persona humana siempre se ha preguntado si esta condición, la condición de temporalidad, sea redimible. Es decir, se ha preguntado cómo impedir que el tiempo arruine nuestro ser en una sucesión en que todo viene arrollado. No debemos examinar ahora las diferentes respuestas a esta pregunta.
Si todo el tiempo es solamente este instante que huye, si todo el tiempo es la suma de estos instantes, extraños los unos a los otros, entonces nuestra vida es una pura ilusión: la suma de tantos ceros es siempre cero. Si el tiempo no es unido por un significado, entonces no es redimible. Si el tiempo, una vez pasado, no es de alguna manera recuperable, solamente queda el coger, rapiñar, asaltar el momento presente. Pero este mismo es también fugaz en el momento en que se vive. Al final, la desesperación ética genera la pérdida del sentido de la importancia del tiempo: este es vivido o desesperadamente, o hedonísticamente, o evasivamente. En otras palabras, no es vivido.
La desesperación ética y la pérdida del sentido positivo del tiempo, hacen perder el gusto, el gozo de vivir. Y esta es otra característica de la subjetividad contemporánea.
Me detendré a este punto en la descripción de la situación.
Me parece que una de las descripciones más sintéticas y eficaces ha sido hecha por Eliot en un coro de “La Roca”: El ciclo sin fin de la idea y de la acción, la invención infinita, el experimento infinito, tienen conocimiento del movimiento, no de la inmovilidad; conocimiento del lenguaje, pero no del silencio; conocimiento de las palabras, e ignorancia del Verbo. Todo nuestro conocimiento nos lleva más nos cerca de nuestra ignorancia.
2. INTERPRETACION DE LAS SINTOMAS
Este es el momento más difícil de nuestra reflexión. En efecto, quisiera entender el sentido, las razones, el resultado posible de la condición que hemos descrito.
El punto de partida es muy sencillo. En la antropología de santo Tomás encontramos una tesis bastante profunda, la tesis según la cual el origen, la fuente última de la cual mana toda la vicisitud existencial de una persona es el acto de nuestra voluntad (no de la razón, de la sensibilidad...). Hasta tal punto que santo Tomás afirma una cierta “exterioridad” a la persona como tal, de todo acto que no sea de la voluntad. Sólo el acto de la voluntad está en la persona, en el sentido más fuerte, puesto que no existe un acto que tenga origen desde la persona tanto como el acto de la voluntad. Ahora, nuestra experiencia nos dice que nuestra voluntad es movida por el bien, esto es por aquello que puede darnos plenitud de ser; es decir, la bienaventuranza. La voluntad de bienaventuranza es la raíz última de nuestra vicisitud existencial. El hombre puede negar todo, pero no puede negar el querer ser feliz. Por lo tanto sto. Tomás dirá existe un “fin último” de la vida, es decir, que la vida humana tiene en sí y por sí una intrínseca orientación hacia un definitivo que no se puede sobrepasar. En una palabra, que la vida tiene un significado propio.
La tesis tomista es una óptima clave interpretativa de la situación que habíamos descrito. Eliot la describe sintéticamente como habíamos visto, de la siguiente manera: “invención infinita, experimento infinito / llevan conocimiento del movimiento, no de la inmovilidad”. Hemos hablado de “sociedad sin calidad”, de libertad entendida como pura posibilidad, privada de la fuerza de la obediencia, de desesperación ética, y de tiempo que no puede ser ya redimido. Por el contrario, la existencia de un fin último da unidad a la existencia y por lo tanto significado al correr del tiempo. Y a este punto, debo referirme una vez más a sto. Tomás. Si no hubiera un “fin último” — es decir alguien, o alguna cosa en grado de dar plenitud de vida a quien lo posee — “no habría ningún deseo, ninguna acción tendría un término, y la intención de quien obra no sería nunca satisfecha” (I-II, q. 1, a. 4). Precisamente, tendríamos “el ciclo sin fin de la idea y de la acción, la invención infinita...”.
Hemos llegado a la hipótesis interpretativa central: la condición espiritual contemporánea nace de la negación de la existencia de un bien, y por lo tanto de un significado, definitivo de la propia vida. Detengámonos un momento a meditar seriamente en este punto.
No se trata de la decisión de poner en un bien finito el significado último de la propria existencia: se trata, más profundamente, de la negación de que la propia vida pueda tener un significado último. Así es como Eliot describe este hecho: “Los hombres han abandonado a Dios no por otros dioses, dicen, sino por ningún dios; y esto nunca había pasado antes”. También se ha de notar que no se trata de una negación en el plano teorético, al menos principalmente. Se trata de una negación práctica. O mejor, de un juicio de no relevancia: “aunque si existiera Dios, su existencia no cambiaría nada en mi vida”. Precisamente: no existe un fin último y por lo tanto un significado último en la vida.
Se trata de una decapitación de la vida espiritual, de un rechazo a querer vivir una plenitud sin límites. Esta decapitación y este rechazo ha implicado una decapitación, es decir una especie de esterilización de las capacidades humanas propiamente dichas, o sea de la razón en primer lugar, de la libertad, y de la conciencia moral.
(A) En primer lugar de la razón. Para entender esta raíz de nuestra situación espiritual, dejémonos guiar también por sto. Tomás. En una obra de su juventud, De Veritate (q. 1, a. 2), Tomás se pregunta si la verdad se encuentra principalmente en las cosas o en el intelecto. La pregunta no es ociosa; es más bien la pregunta fundamental para nuestra vida espiritual. Puede ser expresada de la manera siguiente. ¿Cuando hablamos de “verdad” (verdadera amistad, verdadera felicidad...) hablamos en primer lugar de la propia razón? Es verdadera amistad aquella que se adecua a la idea que yo tengo de amistad; es verdadera felicidad aquella que yo juzgo como tal, es decir como felicidad. ¿O más bien cuando hablamos de “verdad”, se habla en primer lugar de la realidad misma de las cosas? Es verdadera amistad aquella que yo vivo en conformidad, en obediencia a lo que es realmente amistad, por ejemplo. Reflexionad atentamente en esta doble posibilidad. En el primer caso, la razón humana es la medida misma de la realidad, lo que constituye la realidad en su ser (precisamente en su verdad) y en su valor. En el segundo caso, la razón no la medida, sino que es medida por la realidad: se coloca en una posición de disponibilidad hacia la realidad. Ahora continuemos a escuchar atentamente a sto. Tomás.
A la pregunta, él da una respuesta bastante fina. Comienza haciendo una distinción al interno de la realidad que nos circunda. En ella hay cosas que son obra del hombre, sus creaciones, sus producciones: en el Medioevo se llamaban las cosas artificiales. Pero la realidad no es sólo obra, creación, producción del hombre. Es también una realidad que el hombre encuentra: no pensemos sólo al hecho de cosas naturales (montañas, mares...). También existen cosas espirituales que no son producto del hombre: la persona del otro, el amor con que el otro te ama, por ejemplo. Hecha esta distinción, Tomás finalmente responde a la pregunta: la razón es la medida de las realidades producidas por el hombre, pero es a su vez medida por la realidad que no es constituído en su ser por el hombre.
Ahora podemos entender cómo a la raíz de la decapitación de nuestra vida espiritual está una esterilización, una reducción del uso de la razón: la razón es la medida de la realidad, reducida ésta ahora a aquella producida por el hombre mismo. Es algo trágico, paroxismático. La razón, y por lo tanto el hombre, como la medida de todas las cosas, es de hecho una prisión: se declara que más allá que esto no hay ya nada. Para afirmar que la razón es la medida de toda la realidad debo reducir la realidad a ser solamente obra del hombre; para reducir la realidad a ser obra del hombre debo afirmar que la razón es la medida de todas las cosas. Estamos dentro de una prisión. No es posible una verdadera novedad, una sorpresa en el sentido fuerte del término, aquello en Teología se llama el milagro: la novedad del amor ofrecido de improviso, de la luz que al improviso ilumina. Lo imprevisible es imposible. Ved que ahora nos encontramos otra vez con muchos de los hechos que habíamos contado en la parte precedente de nuestra reflexión. Y es fácil ver cómo la afirmación de un significado último se hace imposible en este contexto.
(B) La reducción más grave es la que se impone a la propia libertad. Ella ya no es adhesión a la realidad, al ser. Es, más bien, la negación de todo aquello que, no siendo obra propia sino impuesto, limita la libertad. Cesa de ser energía que en la adhesión al otro, se construye a sí misma. En una palabra, cesa de ser capacidad de amar, y se hace capacidad de afirmarse a sí misma.
(C) Un tercer cambiamento profundo se refiere a la conciencia moral. Newman ha escrito páginas admirables sobre esta transformación, — él lo llama corrupción —, de la conciencia moral. La conciencia, de ser lugar donde la libertad del yo escucha la Voz del Otro, de ser lugar donde se descubre un orden intrínseco al Ser que encanta y atrae, llega a ser simplemente presencia de sí mismo a sí mismo. “Yo sigo mi conciencia”: ¡qué dramática potencia (fuerza) tenía esta sentencia en la boca de Sócrates, del mártir cristiano, de Tomás Moro! Pero hoy significa: “Yo sigo mi opinión”. Un hundimiento de la seriedad más libre hasta la comicidad, hasta lo ridículo.
En síntesis. Me parece que a la raíz de aquella condición que habíamos descrito en la primera parte de nuestra reflexión, haya una triple reducción: de la razón hasta ser medida de la realidad, de la libertad a ser capacidad de negar, de la conciencia moral a presencia de sí misma a sí misma. Esta triple reducción es la consecuencia, antes bien está ya implicada en, el rechazo de afirmar el nexo que liga el momento momento vivido, pasajero y efímero, al sentido último, eterno. Está ya implicada en la negación de que la vida diaria tenga en sí un significado último.
CONCLUSION
Como conclusión, quisiera reducir a lo esencial todo aquello que he dicho — a veces por caminos un poco tortuosos — hasta aquí.
Si quisiéramos resumir todo, podríamos quizás hacerlo de la siguiente manera. La condición en que desemboca la subjetividad contemporánea es el extravío de un yo vaciado de todo ser que no sea aquel que este ser confiere a sí mismo. Es un yo que se ha retirado al vacío de sí mismo, que vive de una certeza que se ha hecho evidencia: que el circuito de los sentimientos sea insuperable, que la realidad objetiva sea un espejismo desvanecido y los muros de la propia soledad el único lugar de exultación y de desesperación posible.
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