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La familia como ambiente de crecimiento humano
Bolonia, 13 abril 1994
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Dos son los temas de nuestra reflexión, recogidos en la enunciación del título: el tema del crecimiento o desarrollo de la persona humana (de la “genealogía de la persona”) y el tema de la familia como “ambiente” en el cual se produce este crecimiento. Y serán éstos los dos puntos en que se articula mi relación.

Debo, sin embargo, precisar la perspectiva en la cual me moveré. En efecto, el tema de la familia como genealogía de la persona puede ser desarrollado en muchos modos. La mía es una perspectiva de antropología y ética filosófica y teológica. La pregunta a la que buscaré dar respuesta es la siguiente: ¿Cuál es la verdad de la genealogía de la persona y (la verdad) de la familia? es la pregunta antropológica. Puesto que la persona, su genealogía, está confiada à su libertad, la pregunta antropológica genera inevitablemente la pregunta ética: ¿cuál es el bien (el valor) propio de la familia en cuanto lugar en el que crece la persona humana? Esta es la perspectiva de mi relación. Es fácil ver que es necesaria, pero no suficiente.

Necesaria, porque instituye la reflexión que tiende a individuar el ser mismo de la persona y de la familia (he estado tentado de escribir: su “meollo“) y por tanto, de diseñar la topografía espiritual de cualquier exploración de este territorio y de cualquier intervento en él. Pero es una reflexión que sola no basta: la familia como lugar de crecimiento de la persona se constituye dentro de contextos históricos muy diversos. Aceptad, pues, mi reflexión como una contribución muy parcial.

 

1. La “genealogia” de la persona

 

Es una ganancia, que se concibe ya definitivamente adquirida, de la investigación histórica, la afirmación según la cual el “concepto” de persona ha nacido solamente en el cristianismo y al interior de dos grandes debates teóricos que habían recorrido la razón humana: el debate cristológico y el debate trinitario. Uno de los resultados teóricos entre los más importantes ha sido precisamente la definición de persona.

 

¿Cuáles son los constitutivos esenciales de esta definición? Son, si no me equivoco, dos. El primero es la afirmación de la absoluta singularidad de la persona. Se trata de una percepción espiritual que no es fácil de tematizar. ¿Qué significa que la persona es el único absoluto? De inmediato tendemos a pensar en el individuo y después a identificar individualidad y singularidad. En realidad ser “un único“, una persona es más que ser un individuo. El individuo, en definitiva, aparece como el miembro en el interior de un todo, de una naturaleza de la cual es partícipe. De aquí que el individuo es numerabile. El individuo es sustituible: en cualquier momento, en cualquier espacio viviente, cualquier individuo puede ser sustituido por otro. Santo Tomás escribe profundamente que la noción de “parte” es contraria a la noción de “persona”. Contrariatur, escribe el santo Doctor; en lógica no hay oposición más radical que la contrariedad. Los contrarios no tienen nada en común: la idea de “parte (de un todo)” no tiene nada en común con la idea de “persona”.

Esto, pues, significa en realidad “singularidad”: unicidad, insustitubilidad, incuantificabilidad. En una palabra: no siendo “parte”, es un “todo”. La tradición cristiana, con un atrevimiento teorético impresionante, ha hablado de infinidad hablando de la persona. En un sentido muy preciso: es única (“non fa numero con niente”). Unicidad, insustitubilidad, incuantificabilidad, infinidad: propiedades que pueden sólo encontrarse en un ser que subsiste en sí y por sí: dotado del máximo de subjetividad.

Pero esto no es el único constitutivo de la persona, según la tradición cristiana. Existe un segundo. La persona es un sujeto en relación con las otras personas. Ha sido sobre todo la meditación sobre el misterio trinitario quien ha descubierto la esencial relacionalidad de la persona. Ciertamente, el uso de la analogía es siempre una operación arriesgada, sobre todo cuando los dos términos análogos son la persona divina y la persona humana, entre las cuales es mucho más grande la diferencia que la semejanza. Sin embargo, la antropología cristiana no ha tenido temor en decir que la persona se realiza en la relación con la otra persona, que su vocación constitutiva es la comunión con las otras personas.

Esta es la constitución ontológica de la persona. Ella se muestra como una constitución que está como recorrida por una tensión intrínseca que salta entre los “dos polos” del ser personal: el polo de la subjetividad-singularidad subsistente en sí y por sí y el polo de la relacionalidad con la otra persona. Bipolaridad que ha hecho hablar también de la persona humana como de una “relación subsistente” o mejor, de una “subsistencia relacionada”. Pero porque debemos hablar de la genealogía de la persona y no de su ser estadísticamente considerado, no quiero continuar en esta perspectiva de unua metafísica de la persona. Lo que he dicho al respecto me parece suficiente para reflexionar sobre la persona en su formarse, en su genealogía.

Partimos de una pregunta: ¿existe un paso, una vía a través de la cual poder ver de algún modo esa absoluta singularidad, ese existir en sí y por sí que constituye el fondo metafísico de la persona?

Creo que este paso, esta vía sea la libre elección: es el acto libre la suprema revelación de la persona. Muchas operaciones suceden en la persona, pero no todas son de la persona en el sentido que se sienta autora de ellas, y ninguna es de la persona, pertenece a la persona, tanto como un acto de libertad. El, en efecto, en su constituirse no tiene otra razón que la persona que lo hace. Y en efecto, se pueden sustituir muchas operaciones a través de prótesis siempre más perfectas; se ha podido crear la inteligencia artificial. No existe una prótesis de la libertad, ni una voluntad libre artificial. El acto libre revela eminentemente a la persona, porque revela su subjetividad subsistente, su ser “causa sui” repetirá continuamente S. Tomás, con un atrevimiento teorético no común en el pensamiento cristiano. En la perspectiva que estamos considerando, genealogía de la persona coincide con genealogía de la libertad y hacerse persona significa hacerse libre. Regresaremos después sobre esta coincidencia.

Antonio Rosmini habla de un misterioso vértigo que el hombre encuentra cuando vive profundamente la libertad, mejor, el descubrimiento de la libertad. La observación es profunda. Si la libertad se radica tan profundamente en la persona como para ser su suprema revelación: si la libertad revela supremamente la persona, porque muestra su absoluta singularidad (todos pueden tomar mi puesto, pero no cuando debo hacer una elección libre), entonces, la libertad es la capacidad de afirmarse a sí mismo por sí mismo. Aquí se prueba el vértigo del cual habla Rosmini: la libertad es la auto-afirmación pura y simple, es el alfa y el omega del propio suceso espiritual. No existe un “antes” de la libertad. ¿Y el otro con quien me encuentro a estar en relación?

Pues de él, de su libertad vale eso que he descubierto en mí, no queda sino encontrar frágiles compromisos de opuestos intereses, elaborando reglas para este descubrimiento. Retornaremos más adelante sobre este punto.

No es difícil ver como la bipolaridad de la persona, vista primero a nivel de la constitución ontológica de la persona, se manifiesta claramente a nivel del obrar libre de la persona y por tanto, en su formarse, en su genealogía. La cosa encontraría su ulterior confirmación si partimos de la consideración del otro “polo” de la persona, su relacionalidad. No pretendo hacerlo. Tenemos, pues, presente la siguiente afirmación: en su formarse, en el interior de la genealogía de la persona encontramos la tensión polar entre la afirmación de sí y la comunión con el otro. El punto en el cual las dos energías se podremos decir la “chispa” que salta entre los dos polos es el acto libre. Es decir: es en el acto libre y mediante el acto libre como la persona se forma como sujeto que existe en sí y por sí (“causa sui”).

¿Existe una solución para esta tensión? La solución estaría en un acto supremamente libre que sea al mismo tiempo suprema afirmación del otro, un acto que afirme la singularidad absoluta de quien lo hace y al mismo tiempo crea una relación verdadera con el otro. En la visión cristiana, este acto de libertad es el acto de amor. El amor es la síntesis vivida de los dos constitutivos de la persona y, por tanto, es su perfecta realización. Comprendemos una de las enseñanzas más profundas del Vaticano II: “Esta similitud manifiesta que el hombre, el cual en la tierra es la única creatura que Dios había querido por sí misma, no puede encontrarse plenamente sino a través de un don sincero de sí” (GS, 54). Escribe Juan Pablo II en la Carta a las familias: “Entramos así en el núcleo mismo de la verdad evangélica sobre la libertad. La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede ser entendida como facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de uno mismo, es más, disciplina interior de la entrega. En el concepto de entrega no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber. Todo esto se realiza en la comunión de las personas” (14, 4). Por tanto, la genealogía de la persona es la genealogía de su libertad, esto es, de su capacidad de amar, de hacer de sí un don para el otro. La afirmación de sí consiste en el don de sí. En este sentido, en la antropología cristiana, el hombre enteramente verdadero, la humanidad que ha alcanzado su perfección es Jesucristo. El se ha donado a sí mismo.

Individuado cual es el concepto de formación o genealogía de la persona, querria ahora indicar algunas razones por las cuales este concepto ha sido puesto en discusión y al final abandonado, en nuestra cultura occidental. Esta contextualización me parece necesaria, pues de ella han nacido hoy muchos graves problemas en la formación de la persona.

Como se ha podido constatar en la reflexión precedente, el concepto cristiano de formación de la persona nace en el interior de una constelación de conceptos como “persona”, “libertad”, “amor”, “don sincero de sí”. Ahora, como dice la ya citada Carta a las familias, “¿quién puede negar que la nuestra esa una época de gran crisis, que se manifiesta sobre todo como profunda ‘crisis de la verdad’? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos” (13,5). Y son precisamente los conceptos arriba citados los que han entrado en crisis: ellos ya no transmiten las mismas concepciones (de persona, de libertad, de amor, de don sincero de sí), sino concepciones contrarias. No es posible ahora recorrer todo el suceso de esta crisis. Me contento con algunas reflesiones generales.

La primera. Progresivamente se ha reducido la persona a la conciencia que la persona tiene de sí; su consistencia y subsistencia ontológica se ha reducido a la conciencia-afirmación de sí mismo. Se ha pasado a una afirmación siempre más psicológica de la persona.

Esta reducción ha creado problemas que han resultado insolubles: ¿cuál es el fundamento último de la dignidad de la persona? ¿de sus derechos? ¿Es sólo la conciencia de ellos, su afirmación? ¿Y quién no es capaz de tal conciencia? Queriendo usar un vocabulario muy técnico, quiero decir que la pérdida del concepto de persona como sustancia primera ha quenerado la imposibilidad de crear una cultura en la que toda persona fuese reconocida, afirmada en sí y por sí.

La segunda. La libertad ha ido progresivamente configurándose como “posibilidad pura o posibilidad de todas las posibilidades”. Puesto que el contrario de la posibilidad es la necesidad, se trata de una libertad desvinculada de toda necesidad. Ciertamente es ésta una idea “regulativa” de libertad, no una idea “real”. Es decir: una libertad así concebida no existe y no puede existir (no es una idea real); este concepto de libertad sirve para indicar hacia que dirección debe ir la liberación de nuestra libertad (es una idea regulativa). Estamos en el polo opuesto de la definición agustiniana de libertad como poder hacer lo que se quiere, haciendo lo que se debe, como síntesis de posibilidad y necesidad. El último eco de este concepto cristiano ha resonado, en nuestra cultura occidental, en Kant: después (y no sin culpa suya) todo eco se ha apagado. Kierkegaard sostiene que ésta sea la verdadera raíz de nuestra desesperación. ¿Pero qué significa esta definición prescriptiva, más que descriptiva, de libertad, concretamente en nuestra vida de cada día? responderé a esta pregunta en las dos reflexiones siguientes.

La tercera. ¿Qué puede significar “don sincero de sí”? El “sí” que es donado no existe, porque no existe un “antes” de la libertad, una realidad de la cual la libertad responde porque se encuentra de frente a ella. Entonces ¿qué cosa se dona, cuando se dice donarse a sí mismo? nada, sino de hecho el permiso de usarse recíprocamente. La verdad del don está confundida con la mera sinceridad de la relación: en la relación recíproca se requiere sólo la libertad de ponerla en ser. Nada más. Si se piensa en un uso de la libertad en la cual el sujeto hace lo que quiere, decidiendo él mismo la verdad de lo que está bien, no se admite que otro exija cualquier cosa de él en nombre de una verdad objetiva. No dona en verdad. El amor, en una palabra, es evacuado en su misma esencia.

La cuarta. Es posible elaborar un concepto de justicia que no se reduzca a ser simplemente un código de procedimirntos para instituir frágiles milagros de la convergencia de intereses opuestos. Es decir: aquel concepto de libertad genera una sociedad fundada sobre la norma utilitarista y hedonista.

Podemos ya concluir el primer punto de nuestra reflexión. Quería diseñar un esbozo del concepto de formación o genealogía de la persona. Hemos visto que ello se construye en el interior de una constelación de conceptos como persona, libertad, don de sí. Y hemos visto también como se pueden configurar dos diversas genealogías de la persona. La Carta a las Familias habla de una civilización del amor y de una anti- civilización o “civilización de lo útil y/o del gozar” Ahora debemos reflexionar por qué y cómo la familia es el ambiente de crecimiento de la persona humana, el lugar de su genealogía.

 

2. La familia y la “genealogía” de la persona

 

Es una afirmación central y constante en la visión cristiana de la persona humana, que ella (persona humana) encuentra su cuna, no sólo biológica sino espiritual, en la comunidad de la familia. S. Tomás habla de la necesidad para el hombre no sólo de un útero físico para su cumplimiento y desarrollo, sino también de un útero espiritual, constituido por la comunión conyugal de los padres. Se trata de una afirmación de carácter antropológico. Pero no sólo. Se trata también de una afirmación de arquitectura social, de relación entre la familia y otras sociedades. Como veremos.

¿Cuál es la razón profunda de esta conexión entre familia y genealogía de la persona? Podemos partir de una afirmación que la Iglesia ha hecho siempre, no obstante sea una de las más contestadas de parte de quienn no condivide la visión cristiana. Es la afirmación según la cual se da una conexión, de derecho inseparable, entre ejercicio de la sexualidad, amor conyugal y procreación de una nueva persona. Creo que la percepción neta de esta conexión es de importancia decisiva para entender toda la doctrina cristiana del hombre y del matrimonio. Veamos cuál es el contenido de esta conexión y la razón por la cual es afirmada.

El contenido. En el ser-hombre y en el ser-mujer está inscrito un significado que no compete a la libertad inventar, sino sólo descubrir, e interpretar en la verdad. La masculinidad y la feminidad son un lenguaje dotado de un significado originario. No es un dato puramente biológico apto para recibir aquel sentido que la libertad decide atribuirle. ¿Cuál es este significado? es el don de sí al otro en totalidad.

El lenguaje de la masculinidad/feminidad es el lenguaje del don total. En cuanto tal, es lenguaje intrínsecamente. esencialmente esponsal, conyugal. El ser sexuado humano está orientado a la conyugalidad (y en Cristo a la virginidad consagrada). En este sentido, la doctrina de la Iglesia habla de una conexión de derecho inseparable entre el ejercicio de la sexualidad y la conyugalidad.

“La lógica del don de sí al otro en totalidad comporta la potencial apertura a la procreación... Ciertamente, el don recíproco del hombre y de la mujer no tiene como fin sólo el nacimiento de los hijos, sino que es en sí mismo comunión de amor y de vida. Siempre debe ser garantizada la intima verdad de tal don. Intima no es sinónimo de subjetiva. Significa más bien que es esencialmente coherente con la objetiva verdad de aquéllos que se entregan (Carta a las Familias, 12,12). Y entra en la construcción de esta verdad también la potencial paternidad y maternidad inscrita en ellas. En este modo la persona viene generada por un acto de amor y expectación, como puro don.

Las razones por las que la Iglesia afirma estas conexiones son profundas. Podemos percibirlo a través del diseño de una contrafigura. Esta conexión puede ser negada en una doble dirección. La primera: el ser hombre, el ser mujer no transmite ningún significado originario que preceda a la libertad, por lo que no existe ninguna definición prescriptiva de relación sexual, sino sólo descriptiva y por tanto, la paternidad-maternidad no tiene ninguna radicación objetiva. En este contexto se coloca el actual ennoblecimiento de la contracepción como liberación de la biología sexual, la equiparación de las parejas homosexuales y el rechazo de considerar la adopción como “copia” de una filiación natural. ¿Cuál es el éxito de desconexión? Me limitò a pedir vuestra atención sobre lo que me parece lo más importante. En la raíz está la negación de que ser hombre-ser mujer sea el lenguaje dotado del significado originario del ser persona simplemente. Es decir: la persona expresa su vocación originaria mediante el lenguaje del cuerpo, mediante su ser hombre y su ser mujer. Sacando de quicio esta reciprocidad en el don, se cambia el código fundamental de comunicación interpersonal. Se destruye en su mismo origen la posibilidad de la comunión interpersonal. No lo olvidemos: el hombre se siente solo y Dios no creó otro hombre. Creó la mujer. Es la posibilidad de una civilización de la entrega lo que es destruida.

Pero la desconexión procede también en sentido inverso: desarraigar la procreación (y la genealogía) de la persona de la comunidad conyugal y de la actividad sexual. En este contexto se coloca la artificialización de la procreación humana, que parece ya no conocer límites. ¿Cuál es el resultado de este segundo tipo de desconexión? El riesgo de reducir el hijo a un “producto” del cual se tiene necesidad para la propia felicidad.

Como se ve, la raíz por la cual la Iglesia afirma que entre el ejercicio de la sexualidad, la conyugalidad y la procreación existe una conexión de derecho inseparable es una sola: sólo en esta conexión está salvada la comunión interpersonal, y salvada la dignidad de la persona.

Esta reflexión de base se ha introducido ya en la consideración de la familia como lugar de crecimiento de la persona. En el primer punto de nuestra reflexión hemos visto que el crecimiento de la persona es crecimiento de su libertad esto es de su capacidad de amar, de donarse a sí misma en la verdad. ¿Por qué la familia es el lugar originario, no digo el único, de este crecimiento de la persona?

Teniendo presente esto que apenas he dicho sobre la relación sexualidad-conyugalidad-procreación, podemos ordenar nuestra respuesta en dos momentos. En realidad, la comunidad familiar se construye en dos relaciones interpersonales, la relación conyugal ý la relación parental. Considerémoslas analíticamente.

 

2, 1. He hablado ya del “lenguaje del cuerpo” como fundamental lenguaje de la persona: la masculinidad- feminidad tienen en sí y por sí un significado que debe ser leído en la verdad. El autor inspirado del segundo capítulo del Génesis nos ha desvelado verdades decisivas para nuestra vida espiritual.

El hombre vive una soledad originaria, esto es, intrínseca a su mismo ser hombre. Puesto en el universo de las cosas, en el universo de las no-personas, él se siente absolutamente solo. Esta soledad no es un bien: el ser humano en estas condiciones no ha alcanzado su plenitud. En términos más abstractos, más metafísicos, decíamos que la subsistencia en sí y por sí no es el único constitutivo de la persona. Y en efecto, para salir de esta soledad, el hombre cada uno de nosotros busca un dominio, una posesión. Dominio y posesión que no lo hacen salir de su soledad originaria. El hombre alcanza la plenitud de frente a la mujer. Es el momento en el que se descubre llamado a una comunión, capaz de realizarla porque está de frente a otra persona. Se tiene aquí un misterio muy profundo. Es a través del lenguaje corpóreo como la persona dice cual es su vocación originaria.

Podemos ahora comprender, creo, por qué en la comunión conyugal la persona humana crece como persona humana: porque es en ella donde se realiza como don de sí. En efecto, en el vínculo conyugal encontramos de modo eminente toda la misteriosa paradoja humana. No existe un vínculo de mutua pertenencia más radical que la pertenencia conyugal: no es posible, in humanis, pertenecerse más que conyugalmente. No existe un acto de libertad más grande que el acto con el que los dos esposos se donan: no es, sin duda, posible in humanis, ser más libre. La libertad coincide con el don. Y el don de sí implica la posesión de sí: no se puede donar lo que no se posee. El máximo de la auto-afirmación coincide con el máximo de la auto-donación. Es por esto que la comunión conyugal es el lugar del crecimiento de la persona como tal.

 

2, 2. La comunión conyugal se expande en la comunidad familiar. Es el lugar propio de la genealogía de la persona: el lugar propio de su crecimiento.

Aunque está radicado en la biología, la concepción de la persona no es simplemente el resultado de una fortuita o necesaria coincidencia de factores biológicos. Esto explica la venida a la existencia de un individuo, del todo funcional a la supervivencia de la especie. Pero el hombre que es concebido es una persona, única e insustituible en su valor infinito. En efecto, los esposos pueden sólo querer un niño(a): uno cualquiera. Ellos no pueden decidir a quien concebir: él y no otro. El conocimiento de esta única, insustituible persona puede venirles de la existencia de ella: vista, ellos dicen: “este(a) es mi niño(a)”. No pueden conocerla antes de que exista. ¿Por qué? descubrimos aquí la diferencia esencial entre el conocimiento creado y el conocimiento divino. El hombre conoce lo que existe y porque existe; mientras que es el conocimiento divino quien hace ser. En una palabra: toda concepción implica un acto de creación. Cada uno de nosotros existe porque ha sido pensado y querido por Dios.

Se deriva, en consecuencia, que no habiendo ellos (los esposos) decidido, sino, siendo el hijo un don de Dios, ellos lo reciben como tal. Y en esta acogida se pone el origen de toda la genealogía de la persona.

Entrada en el universo, la nueva persona se interroga sobre el “rostro” de este mismo universo; si es un rostro hostil o amigo, si lo rechaza o lo acoge, si considera un bien su existencia o al contrario, un mal. Según la respuesta que la nueva persona recibe, toda su existencia será marcada. Su crecimiento estará determinado por la respuesta que reciba a su pregunta. ¿De quién recibe esta respuesta? de la mujer que la ha concebido y de su padre: “que bueno es que tú existas”. Es el bienvenido. El universo lo esperaba como un don y él puede vivir con la certeza de que es un bien existir. Se inicia así el crecimiento de la persona en la verdad y en el bien. Dice profundamente el Santo Padre en la Carta ya citada: “Sí, el hombre es un bien común: bien común de la familia y de la humanidad, de cada grupo y de las múltiples estructuras sociales” (11, 6). En el amor esponsal en donde la persona del cónyuge es afirmada en sí y por sí, se cumple la afirmación de la nueva persona. Esta puede iniciar en el ambiente del amor conyugal su crecimiento.

Se ve verdaderamente cómo la afirmación de la conexión entre ejercicio de la sexualidad, conyugalidad y procreación está a la base de la consecuente afirmación de que la familia es el lugar originario del crecimiento de la persona.

He dicho siempre, a lo largo de mi reflexión, “lugar originario”, no exclusivo. La persona humana necesita también de otros “ambientes”, otros lugares, para un crecimiento integral. Esto pone un problema de relaciones, de relaciones de la familia con otros lugares del crecimiento de la persona: hablé de un problema de architectura social y política.

También el Terzo rapporto sulla famiglia in Italia (a cura di P.P. Donati, CISF, Milano 1993) insiste sobre este punto, con análisis y propuestas muy pertinentes. No quiero adentrarme en este campo, en el cual, por otro lado, soy incompetente. Querría más bien al respecto continuar mi reflexión en la perspectiva antropológica y ética, limitándome a estudiar un proceso cultural que tiende a sustituir a la familia como lugar originario del crecimiento, o al menos, como lugar no necesariamente originario.

Este proceso cultural niega precisamente aquellos tres anillos de la conexión y por tanto, viene a caer la conexión misma. La primera negación rechaza la existencia de un significado originario vehiculado por el lenguaje sexual: cada uno crea el propio lenguaje sexual. La segunda negación rechaza que la definición de matrimonio, sobre la base de la sexualidad sea prescriptiva, que exista una definición prescriptiva de conyugalidad: cada uno crea la propia unión. La tercera negación rechaza que sea de decisiva importancia el que el matrimonio sea el fundamento de la familia. La consecuencia de esta triple negación está bien descrita ene el referido Rapporto, al cual remitimos (sobre todo véase la pag. 430).

Hablar de familia como necesario lugar originario de crecimiento de la persona pierde siempre más significado teórico y práctico.

 

Conclusión

 

He dicho al inicio que el recorrido trazado por mi reflexión es muy estrecho y exige ser ampliamente alargado por muchos otros contributos. Sin embargo, creo poder decir que a través de él nosotros podemos alcanzar el corazón mismo del problema. La razón está dicha en la Carta de las Familias: nuestra civilización, que aún teniendo tantos aspectos positivos a nivel material y cultural, debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es civilización enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas” (20, 8) (pag. 86).

Este es el nudo de toda la problemática: ¿Cómo hacer al hombre capaz del Evangelio, esto es, de admirarse de frente a su grandeza?