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MATRIMONIO Y LIBERTAD
Lección magistral, Cátedra “Santa Teresa de Jesús” de Estudios sobre la mujer
Instituto Berit de la familia, Universidad Católica de Ávila
Ávila, España, 8-XI-2016
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La libertad del consentimiento, mediante el cual el hombre y la mujer constituyen la alianza conyugal, siempre se ha reconocido en la cultura occidental. Ya el Derecho romano afirmaba: consensus facit nuptias (el consentimiento hace el matrimonio). También la Iglesia desde siempre ha sostenido y defendido en su Derecho esta libertad [cfr. por ej. H. Denzinger-P. Hünermann, Enchridion symbolorum, 643].

Lo que a menudo se ha puesto en cuestión es si el libre consentimiento constituye un vínculo que ya no está a disposición del consentimiento de los dos, o por el contrario, salvaguardados eventuales derechos adquiridos, si el vínculo no obliga la libertad indisolublemente. La pregunta que a lo largo de los siglos ha acompañado al hombre occidental ha sido: “ya que nuestra libre voluntad es la que ha creado el vínculo, ¿no podría la misma libre voluntad disolverlo?”. Es el problema de la indisolubilidad del matrimonio en relación a la libertad de los cónyuges. 

El tema es muy complejo. Procederé del siguiente modo. En la primera parte, trataré de describir la experiencia y el concepto de libertad presentes en la modernidad occidental. Inmediatamente explicaré por qué comienzo por aquí. En la segunda parte expondré brevemente la doctrina cristiana del vínculo conyugal y sus implicaciones filosófico-antropológicas. Terminaré con algunas reflexiones conclusivas. 

 

1. LA LIBERTAD en la MODERNIDAD

La idea y la experiencia de libertad que se desarrolla y vive en la modernidad, ha planteado de manera totalmente nueva la relación matrimonio-vínculo matrimonial y libertad. El tiempo razonable de una conferencia me pide ser muy sintético. 

Pienso que el inicio de la libertad de los modernos podría situarse o al menos se expresa con la máxima claridad por un famoso teólogo español, Luis de Molina [Cuenca 1536–Madrid 1600]. Él define la libertad considerada en su más alta expresión, la elección, como indiferencia respecto a lo que puedo elegir. Tengan el cuidado de evitar pensar la indiferencia de la que hablamos, como una actitud ética: “eres indiferente ante la miseria del prójimo” por ejemplo. Este término define la naturaleza de la libertad de elección. «Plena manifestación de la libertad es poder elegir indiferentemente ―es decir, “arbitrariamente― entre X e Y» [C.Vigna (eds.), La libertà del bene, Vita§Pensiero, Milano 2010, p. 186]. Préstese atención, porque se trata de un verdadero punto de inflexión. Para darnos cuenta, hagamos una breve comparación con el concepto de libertad de elección que tenía Tomás de Aquino, también en esto heredero de toda la tradición de los Padres de la Iglesia. Para Tomás la raíz de la libertad de elección no consiste en el hecho de que sea originariamente indiferente respecto a los objetos de posible elección. La libertad radica en el hecho de que la persona humana está naturalmente orientada al Sumo Bien, y no encuentra entre los bienes finitos y limitados lo que naturalmente busca. La libertad de elección manifiesta la emergencia, la superioridad de la persona respecto a todo el mundo creado, sobre cualquier bien contingente. Porque la persona está destinada al Bien Eterno. Ningún bien la puede mover a actuar: ella se auto-determina ante la elección. Ello no significa que sea neutral. Hay objetos que se ordenan al Bien último, y la persona se orienta naturalmente a ellos; hay objetos que no pueden ordenarse al Bien Supremo.

La necesidad de la originaria orientación hacia el Bien Supremo no destruye la libertad, la hace posible. Hasta tal punto, que en la vida eterna, en la visión inmediata de Dios, necesidad y libertad coinciden: los beatos no pueden no amar al Dios que ven; pero permanecen soberanamente libres de amar a Dios. 

¿Cuándo nace la nueva ideda de libertad? Cuando se niega toda orientación natural a Dios; cuando se niega que la dirección de la persona tenga un sentido pre-ordenado. La libertad carece en sí misma de orientación. 

Llegados a este punto alguno podría preguntarse: si esta es mi libertad, ¿por qué no debe matar a un inocente, no debo cometer adulterio, desde el momento en que ser libre significa ser indiferente ante cualquier posible conducta? La respuesta es: porque Dios lo prohíbe. La otra cara del nuevo concepto de libertad es el concepto voluntarista de la ley divina. Es la ley la que elimina la indiferencia originaria de la libertad, limita la libertad. Libertad y ley son inversamente proporcionales. 

Hoy esta interpretación ha encontrado su configuración conceptual definitiva porque ha llevado hasta el final su lógica interna. Este hito puede describirse del siguiente modo: la separación (del ejercicio) de la libertad de la verdad sobre el bien/mal de la persona como tal. Ha sido el gran Pontífice San Juan Pablo II, en la Encíclica Veritatis Splendor, el que ha llamado la atención, sobre todo a los Obispos, sobre este punto, considerado el corazón del drama del hombre moderno. Me detengo un momento.

La ley moral aunque normalmente se describa en términos prescriptivos, en realidad expresa la verdad acerca del bien/mal de la persona. Podríamos decir: la ley moral expresa la verdad de la persona humana confiada a la libertad [veritas agenda/veritas practica].

Si se niega esta relación intrínseca de la libertad con la verdad, se vive la experiencia de la libertad como un itinerario carente de meta: un vagabundear y no un peregrinar. Se comprende entonces cómo Sartre haya podido escribir que estamos condenados a ser libres. 

Si se niega la relación libertad-verdad, la libertad está continuamente expuesta a cualquier violencia. Huir de la relación con la verdad, quiere decir huir de uno mismo, exiliarse de uno mismo, alienarse. Ante el poderoso de turno no tenemos ya ninguna barrera que mostrar, que no sea lícito a nadie traspasar. La existencia en la persona de un núcleo intangible es uno de los grandes significados del martirio. 

Llegados a este punto de nuestra reflexión, retomemos la afirmación de la que hemos partido: el libre consentimiento matrimonial crea un vínculo indisponible para los esposos que lo han constituido. Intentad introducirla en el contexto del concepto y de la experiencia de la libertad separada de la verdad, que la modernidad ha configurado, y comprenderéis rápidamente que aquella afirmación, en este contexto, es sencillamente impensable. El principio fundamental, de hecho, que regula hoy el divorcio puede formularse del siguiente modo: somos esposos si y mientras decidamos libremente serlo. 

Esta es una de las principales manifestaciones más inequívocas de a tiranía del presente, del instante presente, que nos ha hecho olvidar el pasado; es decir, la memoria, y nos impide mirar al futuro, es decir, tener esperanza. 

Si no me equivoco, el primero que teorizó este modo de pensar la relación de la libertad con el propio estado de vida, fue Lutero, hablando de los votos religiosos [cfr. D.C.Schindler, The crisis of marriage as a crisis of Meaning. On the sterelity of the modern Will, in Communio, Summer 2014, pp. 336-344].

 

2. VÍNCULO MATRIMONIAL Y LIBERTAD en la DOCTRINA CRISTIANA

En esta segunda parte de mi reflexión quisiera presentaros la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la libertad. 

Parto de la doctrina cristiana católica sobre el vínculo conyugal, formulándome una pregunta: ¿por qué el vínculo conyugal no está a disposición de quién con libre consentimiento lo ha creado? La respuesta es: porque es una realidad sacramental. Los teólogos dicen: es una res et sacramentum. ¿Qué significa?

Para comprenderlo, es necesario tener presente una verdad de fe según la cual, mediante y en los sacramentos es Cristo mismo el que actúa. Los sacramentos son acciones de Cristo. La persona humana que celebra, habitualmente el sacerdote es solo un ministro de Cristo; es decir, la causa instrumental. A los Padres de la Iglesia les gustaba repetir: ni Pedro, ni Pablo, ni Juan bautizan, sino Cristo. Esto es verdad también en el matrimonio entre dos bautizados, los cuáles son solo ministros del sacramento. Mediante el libre consentimiento de los esposos, es Cristo mismo el que actúa en ellos. ¿Qué realiza?

Cristo constituye entre los cónyuges que celebran el rito, el vínculo conyugal, por el cual la mujer se convierte en esposa de aquel hombre y el hombre en esposo de aquella mujer. Lo importante es comprender que la causa principal de su ser marido y mujer no es su libre consentimiento. La causa principal es Cristo; es Él el que los une como marido y mujer. Por lo tanto, cuando Jesús dice: lo que Dios ha unido no lo separe el hombre, sus palabras tiene un significado real. Dios en Jesucristo ha actuado, y ninguno, Papa incluido, puede anular lo que Dios ha hehco. 

Pero esto no es todo. Los teólogos dirían: esta es la res, a realidad del vínculo. Pero el vínculo es también sacramentum, es decir, significa un gran Misterio. El vínculo que Cristo ha constituido entre los dos, es el signo de un vínculo más grande, el vínculo que une a Cristo y la Iglesia. ¿Qué quiere decir signo? Quiere decir que el vínculo conyugal participa del vínculo que une a Cristo y la Iglesia; que el vínculo que une a los dos esposos, mora en el vínculo que une a Cristo y la Iglesia. Está como injertado en el vínculo Cristo-Iglesia. Jesús compara su unión con los discípulos con la vid y los sarmientos. Es lo que acontece en la relación entre los dos esposos y Cristo-Iglesia. 

De esta doctrina deriva que la indisolubilidad del matrimonio no es principalmente una exigencia moral que obliga la libertad. Los dos se intercambian una promesa, y las personas honestas mantienen la palabra dada: pacta sunt servanda. No es ante todo una ley divina positiva. Es un don de Cristo, es una gracia. Después cada gracia se convierte en una tarea: es Cristo el que os ha unido, por tanto, no debéis ya separaros. 

Esta doctrina implica una visión de la persona humana, de la libertad, de la sexualidad. Implica una antropología, que ahora me propongo explicitar. 

Todos aquellos que han reflexionado sobre esta problemática están de acuerdo en que en cada amor conyugal serio está inscrito el “PARA SIEMPRE”. Ningún hombre puede seriamente dirigirse a una mujer y decirle: “te amo con todo mi ser por media hora”. ¿Por qué el “para siempre” es intrínseco a la lógica del amor conyugal? Porque es una experiencia de pertenencia recíproca de dos personas. He dicho personas. Este es el punto central de la antropología que subyace en la doctrina cristiana del vínculo conyugal. 

Cuando digo “persona” hablo de un sujeto espiritual, unido sustancialmente a un cuerpo. Es un yo que se posee a sí mismo en razón de su libertad. La persona es en el plano del ser lo que es supremo: no se puede ser más que persona. Y por tanto, la persona no puede ser usada jamás para alcanzar un fin que no sea el bien de la persona, puesto que no existe nada más precioso que la persona. Si no se intuye el sumo valor de la persona no se comprende nada del cristianismo. 

Dado el sumo valor de la persona, puede pertenecer a otro solo mediante el don de sí al otro. Esta forma de pertenencia tiene una especificidad que la hace única. La persona puede donar al otro lo que tiene; puede donarse a sí misma. La diferencia es fundamental. La primera forma es cuantificable, mensurable. A un pobre puedo donarle 100 ó 1000 euros; puedo, si soy médico, ponerme a disposición de Cáritas para ejercer gratuitamente la profesión un día o tres días a la semana. Pero el “SÍ MISMO”, el propio yo no es cuantificable: o el don es total o es nulo. O todo o nada. El yo es espíritu subsistente, y el espíritu no es “extenso”, no es un quantum que puedo medir. 

Este hecho implica que el sujeto, la persona sea libre, es decir, que se posea a sí misma[el don de sí implica la posesión de sí: no se dona lo que no se posee], e implica la capacidad de autodeterminarse. 

La persona humana es entonces también su cuerpo, y no tiene simplemente un cuerpo. Es una persona-corporal. El don de sí implica también el cuerpo, de otro modo, no es total. La implicación consiste en el heho de que el cuerpo es el lenguaje de la persona, y a través de él la persona se expresa a sí misma. Esto sucede de forma eminente en la unión sexual conyugal, en la cual los dos esposos se convierten en una sola carne. La feminidad y la masculinidad son las dos formas a través de las cuáles la perona exprea y realiza el don de sí. La doctrina cristiana del vínculo implica, por lo tanto, también una visión concreta de la sexualidad humana: es el lenguaje del don. 

Mediante el cuerpo la persona se sitúa dentro del tiempo, dentro del transcurrir del tiempo. En cuanto el vínculo conyugal implica la totalidad del don, debe asumir el tiempo, el transcurrir del tiempo. El “PARA SIEMPRE” es la asunción del tiempo en el don. La pertenencia del uno al otro, creada por el don de sí, recoge por así decir, en el instante del intercambio del libre consentimiento todo el transcurrir del tiempo, “hasta que la muerte nos separe”. Es este el significado más profundo de “PARA SIEMPRE”. En el lenguaje ético se llama FIDELIDAD. Es más que la perseverancia. 

Pero, ¿cómo es posible una tal elevación de la persona sobre el transcurrir del tiempo? Es posible porque la persona posee una identidad supratemporal, que no se puede confundir con la suma de los múltiples estados emocionales que atravesamos. En términos más técnicos: nuestra verdadera identidad no está constituida por el yo empírico, sino por el yo metafísico. Es aquí donde se encuentra la libertad. Cuando hablamos del don de sí, hablamos del don de la propia persona en este sentido profundo.

Por último, el don de sí no puede no ser eminentemente personal: de persona a persona, en la irrepetibilidad propia de cada uno. 

Intento resumir lo dicho hasta aquí. La doctrina cristiana sobre la relación vínculo matrimonial-libertad implica una antropología. Esa puede expresarse en las siguientes proposiciones.

  1. La persona humana es sujeto espiritual-corpóreo, que subsiste en sí mismo, y a causa de su libertad se posee a sí misma y se autodetermina.
  2. La persona humana se realiza plenamente en el don de sí misma [cfr. Conc.Vat.II, Cost.Past.Gaudium et spes, 24], el cual puede darse solo entre personas.
  3. El vínculo conyugal, tal como lo piensa la Iglesia, radica en esta constitución ontológica de la persona humana.
  4. La sexualidad humana es su doble lenguaje de la masculinidad y feminidad es el lenguaje del don.
  5. Pertenece a la misma estructura del don de sí que se realiza en el matrimonio el ser total, para siempre, exclusivo.
  6. La libertad es la capacidad de amar, es decir, de entregarse.

 

3. REFLEXIONES CONCLUSIVAS

Si ahora comparáis las tesis antropológicas anteriores y la visión del hombre que constituye nuestro mainstream (pensamiento dominante) en Occidente, no es difícil darse cuenta de que entre las dos exise un contraste radical; contraste que al final puede expresarse del siguiente modo: el hombre es PERSONA, dice la propuesta cristiana; el hombre es INDIVIDUO, según el pensamiento dominante de Occidente. No por casualidad el Santo Padre Francisco ha hablado de una guerra mundial contra el matrimonio. 

No tenemos ahora tiempo para mostrar como la concepción individualista hace impensable, no solo impracticabe, la propuesta cristiana del matrimonio: en sí misma y en sus presupuestos antropológicos. Solo un apunte. Si el hombre es un individuo, estructuralmente imposibilitado para dar un paso más allá de sí mismo, puede relacionarse con otro solo en la forma del contrato, el cual por su propia naturaleza es rescindible por parte de los contrayentes. No existe un vínculo de carácter ontológico entre individuos. Hablar de una realidad matrimonial como el vínculo , que toca al ser mismo de la persona, no tiene sentido.

¿La Iglesia debe entonces resignarse a celebrar el matrimonio de aquellos que lo piden, siempre cada vez menos? No, no debe resignarse. 

Debe poner en práctica dos estrategias. La primera: hacer una verdadera pastoral del vínculo, como pide el S. Padre Francisco en Amoris laetitia. La segunda: poner en marcha un fuerte proceso educativo, en el cual la Iglesia desarrolle dos tareas: una modesta, la otra extraordinariamente grande.

La primera, consiste en que la Iglesia se convierta en la comadrona que ayuda al hombre a nacer a sí mismo. Que le ayuda a comprender quién es el hombre. La segunda, consiste en ayudar al hombre a realizarse en un modo verdaderamente libre y libremente verdadero. Esta ayuda se la ofrece a través de los medios sobrenaturales de la salvación, que la Iglesia pone a su disposición. 


Traducción de Maria Teresa Cid Vázquez (Universidad CEU San Pablo, Madrid)