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MORALIDAD Y PROGRESO SOCIAL
Traducción del original italiano «MORALITA’ & PROGRESSO SOCIALE» (Studi Cattolici 220, 1979, pagg. 345-351)

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In mente uniuscuisque hominis quaesivimus
quoddam rationale coniugium contemplationis et actionis.

(s. Agustín, De Trinitate 12, 12, 19).

 

El presente análisis, dado el limite de tiempo en que debe realizarse, se limitará a ser una exposición extremadamente esquemática. Más que un razonamiento terminado en todos sus aspectos particulares, he preferido esbozar un esquema, que, en una eventual publicación futura, podrá ser llevado a término.

 

INTRODUCCION 

 

Entre las contradicciones que caracterizan nuestro tiempo, hay una particularmente evidente y digna de atención. Vemos por un lado, cómo a raíz y después de la Revolución Americana, asistimos a una larga serie de declaraciones de los derechos del hombre. Por otro lado, somos más conscientes de que raramente, en la historia de la humanidad, el hombre ha sido atacado tan profundamente en su dignidad personal. El hecho que representa esta contradicción ofrece materia de estudio también a la Teología y en particular a la Teología Moral [nota 1: El hecho ya había sido reconocido en la Gaudium et Spes, nn. 4 y 9; y ahora, en la Encíclica Redemptor Hominis, n. 15].

Para precisar mejor estos dos hechos contradictorios se debe, antes de nada, entender bien el significado del primero.

En la raíz de las diferentes declaraciones de los derechos del hombre hay un doble enfoque espiritual; uno negativo o polémico, y otro positivo que propone algo nuevo. Negativo: se intenta salir de una situación social y polémica anterior (a la declaración) juzgada como inerme y deshumanizante en cuanto que se considera como un obstáculo para la plena realización de la persona humana. Positivo: se pretende, en consecuencia, proyectar un edificio social en el cual el respeto y la promoción de cada hombre sea realizada efectivamente. En sustancia, las declaraciones de los derechos del hombre tienen el significado y el alcance de un criterio de veracidad y de evaluación mediante el cual se realiza un discernimiento histórico entre sociedad y sociedad, politica y politica, economía y economía, etc., y al mismo tiempo, tiene el significado y la finalidad de ser una indicación fundamental del camino que se debe seguir. Es, en resumen, la toma de conciencia que el hombre asume de su dignidad.

Se debe, sin embargo, resaltar de modo inmediato — y empezamos así a precisar también el segundo término de la contradicción — que se trata de una toma de conciencia dominada por una intención práctica. Es decir, de una toma de conciencia, que induce a la persona a oponerse, concretamente, a aquello que la hiere en su dignidad y a empeñarse, por lo tanto, en aquellas cosas que la elevan. Por consiguiente, el problema politico — entendido como la búsqueda de los instrumentos adecuados para cambiar y organizar la sociedad — se convierte cada vez más en el problema central del hombre contemporáneo.

Y es precisamente en esta situación donde aparece la contradicción, que es objeto de nuestro análisis. En efecto, la individuación y la puesta en marcha de una praxis liberadora del hombre ha tenido como resultado, no raramente, un servilismo del hombre como jamás se ha visto en su historia. Se han invertido las intenciones buscadas a la luz de los resultados históricamente obtenidos. Unos cuantos ejemplos serán suficientes por el momento para mostrar esta inversión de las intenciones: los campos de concentración nazis y soviéticos; la esclavitud de la persona sometida a los bienes de consumo de la sociedad altamente industrializada; el surgimiento de formas puramente espontáneas e irracionales en contra de un proyecto de plena racionalización.

¿Qué explicación se puede dar de este resultado frecuentemente trágico del imperio del hombre por un progreso de la sociedad? ¿Qué solución ofrece la Teología al mundo, tan grande en sus aspiraciones y trágico en sus realizaciones? Estas son las dos preguntas a las cuales procuraré dar una respuesta: una respuesta de la que la Teología, como tal, no puede excusarse, si no quiere traicionar su misión. He dicho, como tal, porque la Teología, en esta búsqueda de la respuesta, no debe renunciar a su estatuto epistemológico, “el saber de la fe” (intellectus fidei), para convertirse en una sucursal de la sociología, de la psicología o de alguna otra cosa.

 

1. EXPLICACION DE LA CONTRADICCION

 

La pregunta radical a la que intentamos dar una respuesta en esta primera parte de nuestra relación es la siguiente: ¿el resultado, tan contradictorio, del empeño del hombre por el progreso social, es decir, por la producción de un ambiente social verdaderamente humano, es debido solamente al mal funcionamiento de las fuerzas en sí mismas buenas, capacitadas para alcanzar el fin; o éste (fracaso) es debido más bien al hecho de que estas mismas fuerzas son, por su propia naturaleza, incapaces de alcanzar la meta propuesta?

Si es verdadera la primera hipótesis, se trataría de un mal funcionamiento de las fuerzas utilizadas, es decir, de una incapacidad coyuntural; si, en cambio, es verdadera la segunda hipótesis, se trataría de una imposibilidad estructural que sólo puede ser superada mediante el ingreso en la historia de la humanidad de un quid novi, que no puede ser deducible de ninguna manera a partir de la historia humana. Creo que todo el problema se encuentra dentro de estos términos.

 

1. 1. La producción de un ambiente en la sociedad que realice plenamente la humanidad del hombre (porque éste es en el fondo el plan que se persigue) exige y presupone en la persona humana la voluntad de obrar conforme a una serie de valores dirigidos todos ellos últimamente al valor ético de la justicia. En el fondo, la identificación del progreso social con la realización de una sociedad justa es un “topos” constante en la cultura contemporánea. No obstante las experiencias, desde este punto de vista, la moralidad y el progreso social son buscados por el hombre contemporáneo. Pero ¿en qué condiciones es posible realizar en concreto una sociedad justa? ¿Qué instrumentos tiene la persona humana en .orden a esta realización de la sociedad justa?

El primer instrumento en el cual se apoya la persona humana para realizar esta obra ha sido la producción de normas jurídicas, ya sea en el campo del derecho público, o en el privado, que en su conjunto sistemático constituyen el ordenamiento jurídico de la sociedad; es decir, la regulación, conforme a la de las relaciones sociales [nota 2: Históricamente, resulta que las primeras revoluciones modernas fueron esencialmente revoluciones políticas. Estas intentaban un modo diverso de organizar políticamente la sociedad civil, según un modelo de justicia, que “garantizara”, fundamentalmente, los derechos de cada hombre singular]. La cosa, por otro lado, está de tal modo enraizada en la conciencia humana que hasta desde el punto de vista lingüístico, justicia y ordenamiento jurídico usan el mismo vocabulario.

Pero el recurrir a este instrumento, dadas las razones que justifican su uso, se ha demostrado intrinsecamente ambiguo y al final se ha vuelto contra las intenciones de quien había recurrido a él.

¿Cuáles eran estos presupuestos? Me parece que son fundamentalmente tres. El primero está basado en la separación de la politica y el derecho, de la moral [nota 3: Y éste es un hecho histórico decisivo para todo nuestro problema. Este consiste esencialmente en el convencimiento de que el obrar “político” del hombre no puede ser regulado por la ley moral: es éticamente neutro. Esto llevaba necesariamente a que el “bonum civitatis” (el bien común) no fuese un “bonum humanum” (aunque sea particular y no último). La política, en sustancia, cesaba de ser la ciencia del “giusto comune” y se convertía en una ciencia que reglamenta lo social en cuanto útil]; el segundo, consecuencia del primero, proviene de la definición, no sólo teórica sino después llevada a la práctica, de la política, ya no como praxis, sino como técnica productiva de un ordenamiento correcto del ambiente social [nota 4: Sobre este cambio han llamado la atención, de modo justo, ya sea H. Arendt, Vita activa, trad. it., ed. Bompiani, Milán 1964; y H. G. Gadamer, Verita e metodo, trad. it., ed. Fabbri, Milán 1972.
No estando ya en el ámbito de la moral, la política entra en el ámbito del obrar humano que no tiene por fin el perfeccionamiento de la persona humana como tal, sino la transformación de un material (en este caso las relaciones sociales). Recuerden la distinción, central en la ética tomista, entre “prudentia” y “ars”, correspondiente a la distinción entre “agibilia” y “factibilia”]
; el tercero, consecuencia del segundo, viene del convencimiento de poder construir una verdadera y propia ciencia política a partir del modelo de las ciencias de la naturaleza [nota 5: Esto es consecuentemente retenido como posible, en razón de los dos presupuestos precedentes. El comportamiento de los hombres es tomado en consideración como “materia” de la construcción política y, por lo tanto, tiende a convertirse, la política, en una especie de ingeniería social, empeñada en la construcción de condiciones en las cuales los hombres estarán obligados a comportamientos calculables con anterioridad. Es muy significativo cuanto escribe Hobbes en el capítulo XXIX del Leviatan: “Cuando éstos se disuelvan (los Estados)... la culpa no es de los hombres, en cuanto que son la materia, sino en cuanto que son los realizadores de ella” (cit. de la trad. it., ed. Laterza, Bari 1911, vol. l, p. 264). Que es lo mismo que decir: mediante una perfecta organización de las estructuras sociales, se tiene la justicia y el progreso social].

Sobre la base de estos presupuestos, ¿a qué consecuencias se llega? La primera y más importante me parece que es el cambio sustancial del concepto de justicia. La justicia consiste esencialmente, desde el punto de vista objetivo, en el ordenamiento jurídico objetivo producido por el poder; desde el punto de vista subjetivo, en no violar la ley establecida. En un último análisis, desde el punto de vista objetivo, la justicia consiste en la delimitación de un ámbito neutral de arbitrio personal dentro del cual cada ciudadano, singularmente, puede intentar alcanzar la máxima utilidad personal; desde el punto de vista subjetivo la justicia connota la voluntad de no impedir al otro el ejercicio de su arbitrio en aquel ámbito. La segunda, es la coherente concepción del poder politico, como potestad coactiva, más que como servicio al bien común. En efecto, si el derecho consiste en delimitar la esfera de acción del arbitrio personal, la delimitación deberá ser impuesta desde fuera.

En este momento se puede ya observar la ambigüedad de la que hablaba anteriormente. La producción de una sociedad justa en este contexto coincide de hecho con el máximo de libertad individual y el mínimo de reglamentación jurídica: en inevitablemente, habrá de hecho un crecimiento de las desigualdades y por lo tanto, la imposibilidad práctica para muchos de alcanzar la plenitud de su vida personal. O, por el contrario, coincide con el máximo de reglamentación jurídica para organizar la sociedad: en este caso, hay el riesgo permanente de una radical despersonalización del singular reducido a puro objeto de administración [nota 6: “En efecto, existe ya un peligro real y perceptible de que mientras progresa enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales de ese dominio y de diversos modos, su humanidad sea sometida a aquel mundo; y él mismo se convierta en objeto de multiformes manipulaciones, aunque a veces no directamente perceptibles, mediante la organización de la vida comunitaria, mediante el sistema de producción, mediante la presión de los medios de comunicación social” (Enc. Redemptor Hominis, n. 16)].

La toma de conciencia de la insuficiencia de la organización juridica y social para realizar un verdadero progreso social, determina la necesidad de un cambio en la sociedad misma como tal. No de un cambio cualquiera sino de un cambio radical y total: de una revolución. Y así, la revolución es considerada frecuentemente como el único instrumento que pueda realizar un verdadero progreso social.

Un análisis histórico y conceptual de la idea de revolución exigiría mucho más tiempo del que disponemos. Debemos contentarnos con algunos hechos esenciales que nos parecen directamente relacionados con nuestra cuestión.

Esencialmente quien dice revolución dice un paso sin solución de continuidad de un estado de necesidad a un estado de libertad, de una situación de animalidad a un estado de humanidad. Un paso, por lo tanto, que implica una ruptura radical con la historia transcurrida hasta el momento, y que tiene como resultado un “novum absolutum”.

Se siguen dos corolarios inevitablemente: la dignificación de la violencia y la liquidación pura y simple de la ética. La dignificación de la violencia: mientras ésta, fuera del pensamiento revolucionario, es a lo sumo reconocida en algunas circunstancias, como una triste necesidad, en el pensamiento revolucionario (la violencia) es considerada como aquello que permite al hombre realizarse plenamente [nota 7: Acerca del concepto de dignificación de la violencia en la sociedad contemporánea, se puede consultar S. Cotta, Perché la violenza?, ed. Japodre, L’Aquila 1978]. La liquidación de la ética: los valores éticos (la libertad, la justicia) no son más que la legitimación-mistificación del orden existente. El bien es el fruto de la revolución y el mal es todo aquello que la revolución desea destruir. Más aún, mejor que de bienes o de males, debemos hablar de la violencia que conserva (el orden existente) y de la violencia que libera. Y es justo en este momento cuando surge el problema más dramático planteado por el pensamiento revolucionario: ¿este pensamiento será capaz de superar la situación violenta y nihilista de los valores considerados hasta ahora supremos o, en cambio, se verá obligado a quedarse dentro de este momento? [nota 8: Es el problema enfocado por A. Del Noce, Il suicidio della Rivoluzione, ed. Rusconi, Milán 1978]. Si fuese verdad la segunda hipótesis, el resultado no podría ser otro que el totalitarismo, o sea, la violencia revolucionaria institucionalizada: la máxima opresión del hombre, jamás conocida.

La necesidad de la lógica y la verificación histórica nos llevan a pensar que éste es el fin del pensamiento revolucionario. En efecto, la idea y la praxis revolucionaria comporta, como ya hemos explicado, la unidad de dos elementos: el negativo, como destrucción de valores éticos, hasta ahora tenidos por válidos; y el positivo, como creación de un orden humano nuevo. Pero estos dos momentos deben ser inseparables. Porque si se separasen, y el primero no siguiera al segundo, la idea y la praxis revolucionaria terminarían por convertirse sólo en la pura negación del poder: la oposición máxima a causa de la destrucción de toda unidad ideal, el absorver plenamente todo consenso en la obligatoriedad. El resultado no puede dejar de ser éste. En efecto, la idea, y la praxis revolucionaria, por su misma naturaleza ha eliminado la posibilidad de cualquier verdad que no sea pura y simplemente un “tener por verdadero”. Partiendo de la convicción de la inexistencia de un orden inteligible en el mundo, negando por tanto toda inteligibilidad y racionalidad intrínseca a lo real, la acción revolucionaria consistirá, de hecho, en el puro ejercicio de un poder; el poder de instituir — “ex intagro” — toda verdad y todo valor [nota 9: Según la interpretación heideggeriana, de Nietsche, se tendría la identificación de la verdad con la pura y simple voluntad]. Platón, describiendo la victoria de Sócrates sobre Calicle Gorgias, se había dado cuenta plenamente de la raíz de este problema.

La creación política de una sociedad justa, el ofrecer al hombre una sociedad en la que de verdad sea posible a cada persona humana realizarse plenamente, resulta así ser imposible, hasta que el hombre se confie únicamente a los instrumentos políticos. No quiere decir que no sea posible alcanzar algunos resultados particulares. Aquello que falta es la realización del bien humano en cuanto tal, en su integridad total.

 

1. 2. En este momento debe intervenir el análisis teológico de esta situación. El tiempo concedido nos obliga a trazar sólo algunos rasgos esquemáticos.

¿Qué hay realmente en la raíz de esta situación tan dramática? ¿En la raíz de esta infelicidad profunda de la conciencia contemporánea? En una página de especial delicadeza S. Agustín habla de un “quoddam rationale coniugium” — en el hombre — “contemplationis et actionis, officiis per quaedam singula distributis, tamen in utroque mentis unitate servata” [nota 10: S. Agustín, De Trinitate, 12,12,18, PL 42, 1008]. La raíz del drama contemporáneo está en el divorcio que ha destrozado el vínculo de éste “rationale connubium” entre contemplación o sabiduría y acción o ciencia.

¿Qué se pretende decir? En lenguaje agustiniano se trata de la unidad fundamental del ser humano, en virtud de la cual “quidquid in usu temporalium rationabiliter facimus, aeternorum adipiscendorum contemplatione faciamus per ista transeuntes, illis inhaerentes” [nota 11: Ibid., 12,13,21, PL 42, 1009]. Por lo cual, siempre en lenguaje agustiniano, la raíz de la desintegración del hombre consiste en “finem constituendo in bonis talibus et in ea detorquendo voluntatem” [nota 12: Ibid.].

Intentando ahora traducir este análisis a nuestro lenguaje, pienso que se debe decir que la raíz última del drama contemporáneo está en haber reducido la razón humana a una pura razón instrumental. ¿Qué significa razón instrumental? La expresión tiene un significado material: la razón tiene por objeto sólo la organización de datos empíricos (“usus temporalium rerum”) y no puede pronunciarse sobre sus fines porque están puestos fuera de su campo intencional. Y tiene también un significado formal: el criterio de veracidad y de evaluación es el resultado, la utilidad. La razón del hombre, por tanto, ha sido decapitada, en cuanto que aprisionada dentro de la jaula de la inmanencia. ¿Cuáles son las consecuencias y las raíces de esta decapitación?

La primera consecuencia es el rechazo puro y simple de la moral. Obsérvese que no se trata de contraponer moralidad e inmoralidad en el nivel del comportamiento, afirmando el rechazo práctico de la moralidad y cayendo en la segunda. La cosa es más grave: es la afirmación de que carece de significado hablar de deber-ser, porque la razón ha sido privada de la posibilidad de elaborar el juicio ético. No podía ser de otro modo. En efecto, si la razón se limita a organizar los datos según el criterio de utilidad, no puede por si misma estar en condiciones de individuar aquello que define el concepto de utilidad y a partir de lo cual la utilidad tiene un significado. No está, por tanto, la razón en grado de reconocer aquello que por su naturaleza es un fin, no un medio, y que por esto merece un respeto no relativo, condicionado; penúltimo, sino absoluto, incondicionado y último. Sobre esta base la organización de lo social en función del progreso asumirá, o el aspecto de una racionalización de la energía en función de la producción de una masa siempre mayor de bienes útiles de consumo, o asumirá el aspecto de una organización y producción de un todo dentro del cual el singular es sólo un momento, un instrumento. Y el resultado final será o la putrefacción permisivista o el gulag totalitario. Uno de los signos de este masivo en todos los estados, sin diferenciación ideológica de ningún tipo, es la liberalización del aborto.

La raíz última de este oscurecimiento ya había sido individuada por S. Agustín en el pasaje citado. Consiste en una “detorquatio voluntatis” en virtud de la cual se pone el bien último del hombre dentro del mundo, en la historia, “in rebus creatis”. Es entonces el pecado la verdadera enfermedad del hombre contemporáneo, el pecado puesto en la base de la construcción de esta (pseudo) civilización.

La respuesta teológica a la pregunta de la que hemos partido está ya clara. No se trata de un desorden coyuntural, corregible con modificaciones oportunas. Se trata de una crisis estructural en el sentido más profundo del término. De una crisis, que tiene la raíz última en el corazón de la persona humana: en el pecado, en la decisión de no fundamentarse más en Dios, de tener, diría S. Pablo, esclava la verdad en la injusticia (cfr. Rom 1,18). Lo que viene a ser la esencia misma del paganismo [nota 13: En sustancia, por tanto, la raíz última de la tragedia del hombre contemporáneo está en la opción inmanentista que, teológicamente, define el pecado como tal].

 

2. LA SOLUCION DE LA CONTRADICCION

 

Esta segunda parte de nuestro análisis está estrechamente unida con la precedente, del mismo modo que la curación depende del diagnóstico.

Que el progreso social debe ser inspirado y gobernado por unos valores éticos, en resumen por el respeto a la dignidad de la persona humana, al menos de palabra es admitido por todos. El problema es más profundo. Se trata de individuar el modo con el cual esta admisión unánime pueda convertirse realmente en la inspiración, la ley y la forma del progreso social.

 

2. 1. Intento también en este momento de nuestro análisis seguir un camino ascendente, que es más fatigoso. Comenzaré diciendo que la primera elección que se impone es la reconstitución en el lenguaje agustiniano del “rationale coniugium” entre sabiduría o contemplación y ciencia o acción. Se trata, en otras palabras, de reconocer y dar a la razón humana su capacidad constitutiva de trascender del ente hacia el Ser. Porque una razón, sanada así su herida más mortal, puede volver a ser capaz de fundar un orden moral y de justificarlo: sólo una razón capaz de realizar el paso (no el salto) de trascender ab ente ad Esse, a Dios. El intento kantiano de fundar una ética, después de negar la posibilidad de una metafísica del ser, se ha revelado, contra la intención del propio autor, como ya había notado agudamente Kierkegaard, de la misma seriedad que los golpes que a si mismo se daba Sancho Panza. A mi parecer, el camino de redención no podrá ser comenzado por el hombre de hoy, si no recupera la posibilidad de trascender, más aún después de Hegel, es decir, la posibilidad de un saber del Absoluto que no sea la construcción de un saber absoluto.

Pero, como ya advertía S. Agustín, la curación de la razón supone como condición indispensable un acto de libertad, el más decisivo para el hombre. Un acto supremo de libertad mediante el cual el hombre decide no dejarse apresar por el mundo del ente, de la creatura, de no poner en todo esto el puesto último de su peregrinar temporal, sino de apoyarse en el último Fundamento. Exige, por lo tanto, una disponibilidad total a este Fundamento último, más allá del mundo y de la historia. Y es sólo esta disponibilidad la que hace posible todavía un juicio critico sobre la realización humana, un caminar dentro del tiempo hacia la eternidad [nota 14: Por tanto, con razón, opina C. Fabro que la decisión inmanentista constituye un trauma para la libertad, del mismo modo que la decisión contraría el realizarse del mismo fin de la libertad misma. Cfr. C. Fabro, L'uomo e il rischio di Dio, ed. Studium, Roma 1967, pp. 372-376]. Y la ética, o vuelve a ser aquello que siempre ha sido llamada a ser, es decir, la indicación del camino en un territorio lleno de vientos huracanados de las muchas propuestas inmanentistas, o se convierte en un razonamiento sin ningún significado [nota 15: En este sentido, la pregunta ética es fundamentalmente la pregunta sobre la realización plena del hombre en cuanto hombre, y, por tanto, la respuesta se convierte en el criterio de evaluación último de cada acto particular del hombre (en economía, en política, etc.). Esta verdad es resaltada en la Redemptor Hominis, especialmente en el n. 15, donde se habla de “preguntas esenciales” concretando así las preguntas éticas].

 

2. 2. Se trata, pues, de sanar la razón sanando el corazón, haciendo salir al hombre de la decisión de fundarse sobre sí mismo, de centrarse en sí mismo, de finalizarse en sí mismo. En una palabra, de perderse para encontrarse. Pero en este punto surge la pregunta verdaderamente decisiva: ¿Cómo aceptar que sólo perdiéndose vuelve uno a encontrarse, que sólo superándose se es uno mismo?

Y precisamente es dentro de este contexto donde se sitúa el anuncio cristiano en su sustancia, la “confessio fidei” de la Iglesia en el Verbo Encarnado, Jesús el Cristo.

Como, en efecto, ha definitivamente enseñado el Concilio de Calcedonia, en el misterio de la Encarnación no solamente no es destruida la diferencia de naturaleza a causa de la unión, sino que, más aún, en virtud de esa unión, la naturaleza ha sido conservada y salvada [nota 16: “Nusquam sublata differentia naturarum propter unitionem magisque salva proprietate utriusque naturae” (DS 302). Principio después recordado en la cuestión sobre la libertad humana de Cristo (cfr. DS 556)]. Por tanto, Dios se revela en su misterio más profundo en el hecho de la asunción de la naturaleza humana, que lo lleva a la muerte en la Cruz [nota 17: “Es necesario tener el valor de decir que la bondad de Cristo se manifiesta en manera más grande, más divina y verdadera, según la imagen del Padre, cuando se humilla en la obediencia hasta la muerte de Cruz; más que si hubiese querido conservar como bien que no quiere ceder, su igualdad con Dios, y hubiese rechazado el convertirse en siervo para la salvación del mundo” (Orígenes, In Joan., 1,32; ed. Preuschen IV, 41)], se revela como amor puro y gratuito para el hombre (“propter nos homines et propter nostram salutem”) y la humanidad del hombre aparece, finalmente, en toda su luz y dignidad originaria en su ser asumida por el Verbo. Se tiene así, el verdadero núcleo del anuncio cristiano de Dios y del hombre y el de las relaciones entre ellos. La humanidad de Cristo es la humanidad en su plena verdad, no pese a la Encarnación, sino precisamente porque es la humanidad del Verbo de Dios.

Se sigue que el hombre, cada hombre, alcanza la plenitud de su verdad en la medida en que participa del ser propio de Cristo, desde el momento que es Cristo, Verbo Encarnado, la verdad del hombre. Cristo, por tanto, es también el deberser del hombre (es el Mandamiento de Dios) plenamente realizado (en El) y que ha de realizarse cotidiana e históricamente por cada uno de nosotros [nota 18: “En passant au Père par l’obéissance jusqu’a la mort sur la croix, le Fils de Dieu a fait de sa kénose la eschatologique du monde. Il montre que la creation n’a pas une fin immanente, dans laquelle peut trouver l’accomplissement de sa finalité naturelle, mais qu’elle trouve son innovation escathologique dans le monde d’exister par le Fils de Dieu” (J. H. Garriges, Maxime le Confesseur. La Charité avenir du monde, ed. Beauchesne, Paris 1976, p. 159)].

Se sigue todavía que la liberación del hombre, en lo más profundo, consiste en la unión con Dios en Cristo, mediante la donación del Espíritu Santo que infunde en el hombre en gracia las virtudes teologales, mediante las cuales la persona puede actuar en una relación directa con Dios y alcanzar la plenitud de su propia verdad [nota 19: La justificación teológica de la necesidad de las virtudes teologales para la salvación del hombre, en orden a la plenitud de la persona humana, gratuitamente destinada a ser en Cristo, es constante en Santo Tomás. La exposición más lograda me parece que se encuentra en el tratado De virtutibus in communi, q. 1, a. 10, artículo de singular potencia especulativa y de riquísimo valor antropológico. El tema de la virtud está unido al tema de excessus mentis, que es doble, ya sea en relación a sí mismo, ya en relación al resto del mundo. Teniendo presente todo lo dicho, llego a concluir que la definición teológica de totalitarismo es la siguiente: el totalitarismo consiste en la negación de la necesidad de las virtudes teologales]. Esta curación radical y elevación de la persona, en su interioridad, se extiende a la creación y elevación de la persona en cuanto ser que vive en el tiempo y en el mundo, en una sociedad, con otras personas [nota 20: Es la tesis clásica, con y después de S. Agustín, en la ética cristiana, de la caridad necesaria para el ejercicio de las virtudes morales. En la Teología Moral de Santo Tomás, el tema se ha vuelto a tomar y es fortalecido con la tesis de la caridad “forma, motor, raíz, de toda virtud moral” (Quaestiones Disputates De Charitate, a. 3) y en la tesis de la necesidad de que también las virtudes morales sean infusas, no sólo en razón de la necesaria “sanatio”, sino también por la “elevatio” del hombre. Esto me parece un punto céntrico de toda nuestra reflexión.
Puesto que el “bien moral”, en cuanto connota el vivir según la razón en el tiempo, hacia la visión beatifica de Dios, es “participación” del “bonum excedens” es último I-II, q. 3, a. 2, ad 4; a. 6c y ad 2um.) tiene una “similitudo” (I-II, q. 3, a. 6, ad 2um.) y una “inchoatio” (I-II, q. 5, a. 3c). Se debe dar una relación entre el ejercicio de las virtudes en el tiempo y la vida eterna (el “rationale coniugium” de San Agustín). Esta relación es puesta en acto, y es posible por la donación de las virtudes morales infusas en virtud de las cuales el hombre vive y organiza su existencia personal y social “secundum regulas divinae sapientiae” (De virtutibus, cit., ad 8um et 9um; cfr. también I-II, q. 63, a. 40)]
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En un texto extremadamente denso, Santo Tomás dice: 

«justitia est quaedam rectitudo ut mens hominis esset sub Deo, et inferiores vires sub mente, et corpus sub anima, et omnia exteriora sub homine» [nota 21: S. Tomás, In Rom., 5,3].

Se realiza, por tanto, en la salvación que proviene de Cristo, este destino de todas las cosas al hombre (“omnia exteriora sub homine”), como a su fin; en cuanto éste, profundamente unificado en sí mismo, se funda en Dios (“mens hominis sub Deo”). En otras palabras, la relación del hombre con Dios a través de Cristo, mediante su Espíritu, inspira y gobierna la construcción del hombre, ya sea personalmente, o socialmente, dentro del tiempo y en la historia.

Se restablece así el “rationale coniugium” entre sabiduría o contemplación y ciencia o acción, en cuanto que la construcción de la sociedad está gobernada e inspirada por nuestro ser en Cristo, ordenados a Dios; y, por otra parte, el estar ordenados a Dios en Cristo, sin separarnos del “decursus temporis” [nota 22: Cfr. Qq. De Veritate, q. 10, a. 11], exige que recorramos rectamente aquella “vía más larga” propia del hombre, espíritu encarnado [nota 23: Cfr. S. Th., I, q. 62, a. 5, ad 1um.], en camino hacia la Patria de nuestra perfecta identidad.

 

2. 3. Dentro de este contexto cristocéntrico, se abre la reflexión específicamente ético-social que no es del caso repetir aquí. Se debe sólo subrayar el hecho de que en Cristo se sale de la pura letra de declaración sobre la dignidad del hombre, para adquirir el espíritu de esa letra [nota 24: Cfr. Enc. Redemptor Hominis, n. 17].

Tales declaraciones se convierten en una ley interior del hombre contemporáneo, como un instinto espiritual que lo guía, a discernir y a realizar aquello que en una circunstancia dada concurre verdaderamente en favor de la dignidad del hombre [nota 25: “Id... quod est potissimum in lege Novi Testamenti et in quo tota virtus eius consistit est gratia Spiritus Saneti quae datur per Fidem Christi” (I-II, q. 106, a. 1c)].

 

CONCLUSION

 

Se me había pedido que hablase de las relaciones entre orden ético y progreso social. Esta relación se me ha presentado inmediatamente, en la sociedad contemporánea, como fuertemente problematizada por una contradicción incontestable; por una parte declaraciones solemnes de principios; por otra, la realidad de la opresión del hombre por el hombre. La letra de la declaración no es el espíritu de las instituciones ni de los hombres.

¿Cómo salir de esta situación? ¿Cómo superar esta ruptura? Estoy profundamente convencido de que debe finalizar y creo que está desapareciendo, gracias a Dios, en la Iglesia, la ilusión de ciertos cristianos y teólogos, de buscar la respuesta teórica y práctica en la visión y praxis que son precisamente el origen de esta ruptura, es decir, en la ideología burguesa y en la ideología marxista. Muestran así poseer la misma sabiduría de quien pretende apagar un fuego, echando gasolina.

Se trata, por el contrario, después de una necesaria y no prorrogable curación de la razón, de tomar conciencia de que la verdad del hombre está en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre; tomar conciencia de que el Evangelio es la verdad, la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo. Se trata, en consecuencia, de vivir y hacer que se viva esta verdad en la base de una intensa vida teologal, de tal modo que, los cristianos en el sentido más profundo del término, los creyentes entren en sociedad, capacitados también con un modo de razonar correcto, que pueda producir un ambiente social de verdadero progreso, es decir, verdaderamente para el hombre, para el hombre como se ha revelado y donado en y por Cristo, fin último de toda la creación [nota 26: “En efecto... todos los tiempos y todo aquello que es en el tiempo, ha tenido en Cristo el inicio de su ser y su fin” (S. Maximo el Confesor, Quaestioni a Talassio, 60, PG 90, 621, AC)].

Hay entonces trabajos esenciales, urgentes y prioritarios: un nuevo empeño para la razón (trabajo de construir una sólida filosofía), la reconstrucción de una ética social cristiana, como capítulo de la ética teológica y, finalmente, pero no por eso menos importante, la formación de políticos, economistas, sindicalistas, etc., verdaderamente cristianos para que sepan dentro de la siempre variada y difícil situación histórica, elaborar principios de reflexión, normas de juicio, directrices de acción coherentes con la propia experiencia de la fe.